Block de hojas amarillas: octubre 2005

27 octubre, 2005

Don Enrique Anaya, impresor bajacaliforniano

Desde que llegué a Mexicali de vuelta de la escuela de Medicina, la literatura fue mi centro de atención. En 1981, Oscar Hernández y yo sacamos la primera plaquette del taller de creación literaria de la UABC: fotocopiamos unos cuantos poemas míos y los engrapamos en un tiraje de 50 ejemplares. Con Poemas (1981) dieron comienzo los cuadernos del Taller que se publicaron de 1981 a 1988 con 21 títulos. Pero este poemario artesanal fue, sin duda, el que representa mi primer paso en el arte editorial, arte y oficio en el que acabé trabajando y aún trabajo para la Universidad Autónoma de Baja California. Sin saberlo yo, en octubre de 1981 y mientras fotocopiaba mis primeros intentos literarios en ver la luz pública, me estaba convirtiendo en autor y editor al mismo tiempo.

Años más tarde y cuando Gina Walther fungía como jefa del Departamento de Editorial y Diseño Gráfico de nuestra máxima casa de estudios, la UABC publicó mi primer libro Percepciones (1983) y mi primera antología Parvada. Poetas jóvenes de Baja California (1985). Fue entonces cuando conocí a don Enrique Anaya Ostos, el primer impresor profesional con quien tuve contacto. El primer impresor de mis libros y de los de cientos de compañeros escritores, académicos y creadores, que disfrutaron de una obra publicada pero que ignoraron, en la mayoría de los casos, las dificultades inherentes a su fabricación material, a su producción masiva.

Con don Enrique descubrí otra cara del proceso editorial: hasta entonces me había topado con el autor que quiere ver publicada su obra y se desespera aguardando a que ésta aparezca, así como el editor que cuida el formato, corrige el texto y lo enmienda hasta que se siente satisfecho en el contenido y presentación de la obra. Pero el impresor era, según yo creía, como Johannes Gutenberg: un técnico-inventor capaz de poner a funcionar maquinaria ruidosa, mezclar tintas y utilizar papeles adecuados para darle vida y dimensión a un libro. Esa era su tarea y responsabilidad.

En el Mexicali de mediados de los años ochenta del siglo XX, yo me había topado con empresas que se publicitaban como Impresoras. Como autor me presenté en ellas para preguntarles precios para imprimir libros. Los dueños o encargados de las mismas se mostraban escandalizados de que yo les pidiera imprimir semejantes engendros. Me decían con tono ofendido que ellos se dedicaban a imprimir cosas decentes: como tarjetas de presentación, invitaciones de bodas y, los más arriesgados, calendarios religiosos o comerciales. Pero libros, jamás. ¿Por qué?, les preguntaba desde mi ingenuidad. Y las respuestas eran siempre: los autores nunca quedan satisfechos, son muy complicados de hacer y cuestan mucho tiempo y trabajo, no nos interesan, no nos dedicamos a eso, etcétera.

Con don Enrique Anaya, hacer libros era una tarea ya conocida y aceptada como tal: su vinculación con la UABC lo había llevado a evolucionar de ser un impresor como sus colegas, que sólo daban paso sobre seguro, hasta convertirse en un impresor de los libros y revistas universitarios desde los años setenta en adelante. Sus talleres gráficos, mitad empresa privada, mitad imprenta universitaria, en aquellos años fue la casa impresora de la revista Calafia del Instituto de Geografía e Historia que comandaba el ingeniero Adalberto Walther Meade, la recién fundada revista Estudios fronterizos del Instituto de Investigaciones Sociales y de Travesía, la revista de la Dirección general de Asuntos Académicos. Y buena parte de los libros de historia, de medicina, de arquitectura, de creación literaria, de economía, de ciencias naturales y exactas de aquellos tiempos, pasaron por las manos de don Enrique y su equipo de trabajo.

Es sintomático que don Enrique, ya en los años noventa, se independizara totalmente creando su empresa Lito-Impremex, que siguió siendo un punto de reunión para todos aquellos que buscaban sacar sus libros por su cuenta y riesgo. Autores bajacalifornianos publicaron con don Enrique y muchas obras básicas de la cultura regional le deben a su interés por publicar lo nuestro que éstas no quedaran inéditas o en el cajón de los sueños no cumplidos. Don Enrique sabía, como alguna vez me lo dijo, que si no era él quien se pusiera del lado de los escritores locales nadie más lo haría. Era su deber y era su necesidad de mantener la maquinaria funcionando, sacando libros y folletos y revistas, lo que también a él lo mantenía con vida.

La última vez que lo vi fue como dos semanas antes de su muerte. El cáncer de garganta que lo asediaba nunca pudo quitarle su sentido del deber como impresor mexicalense y como promotor de nuestra cultura bajacaliforniana: don Enrique llegó, con su carga de ejemplares del último número de la revista Calafia, al Departamento de editorial de la UABC. Como en sus inicios y hasta el final, don Enrique estuvo al pie de la imprenta: haciendo visibles las ideas de nuestros intelectuales, la imaginación de nuestros escritores, la sabiduría de nuestros académicos. Tal es su epitafio: Imprimir es un acto de generosidad. Que todo libro impreso es un legado para los escritores que vienen, para los lectores que siempre habrá.

04 octubre, 2005

Bernardo Fernández: El llanto de los niños muertos

A veces pienso, viendo el panorama de la ciencia ficción mexicana actual, que este género literario es virtualmente un zombie, un muerto viviente que sigue caminando a fuerza de creer que tiene un destino sangriento por disfrutar a la vuelta de la esquina, que ver el futuro de la humanidad es un ejercicio de realismo costumbrista que surge, peor que los invasores marcianos en La guerra de los mundos de Steven Spielberg, en los actos menos heroicos de nuestra vida citadina, en las rutinas de trabajo-escuela-diversión nocturna en que nos encerramos para evitar ver el desastre colectivo en que nos hemos convertido como individuos y como nación.

En otras ocasiones, la ciencia ficción mexicana parece un virus que se niega a desaparecer de la faz de la tierra, una literatura marginal que se empecina en derrotar, por el puro placer de hacerlo, a las grandes maquinarias del marketing literario, a las últimas torres de marfil de los autores consagrados, a los reductos impecables de una literatura que ha querido contar sólo la historia oficial de sus triunfos (el indigenismo, la novela de la Revolución Mexicana, el cosmopolitismo, el boom latinoamericano, la literatura de la Onda, la generación del crack, etcétera) con tono de funcionario público o pose de diplomático cool en tareas de representante cultural de México en el mundo.

Pero la ciencia ficción nacional, o al menos los escritores de este género que sostienen su interés en practicarlo a lo largo y ancho del país, que buscan crear espacios para su difusión donde se pueda y con quien se deje, hay que reconocerles que su batalla está todo menos perdida, pues estos autores han mantenido un bajo perfil dentro de los juegos palaciegos de la República de las Letras nacionales para concentrarse en lo que mejor saben hacer: escribir del futuro que nos espera, describir a los monstruos que ya habitan entre nosotros. Por ello, estos narradores han seguido escribiendo a espaldas de las grandes fanfarrias que se le prodigan a la literatura que niega su raíz fantasiosa o especulativa, a contracorriente de las estrellas literarias a la Big brother que sólo quieren sus quince segundos de fama. Sin aceptar ser reducidos a una literatura de divulgación de la ciencia sino como un frente común donde abrevan igual escritores dark, de terror, de fantasía pura, de espada y brujería, de imperios espaciales, ciberpunks y creadores de universos alternos, toda esta comunidad no ha detenido su marcha. Por el contrario: cada día los productos de su imaginación son más depurados y letales.

Pienso en autores como José Luis Zarate, Pepe Rojo, Gerardo Sifuentes, Jesús López Castro, Ricardo Guzmán Wolffer, Federico Schaffler, Alberto Chimal, José Luis Ramírez, Blanca Martínez, Gabriel Benitez o Guillermo Murray, para nombrar a unos cuantos de los cienciaficcioneros más destacados de los últimos años. Ahora hay que sumar a este grupo de creadores a Bernardo Fernández (ciudad de México, 1972), mejor conocido como Bef, quien ha publicado su segundo libro de cuentos de fantasía-horror-ciencia ficción titulado El llanto de los niños muertos (Fondo editorial Tierra adentro, 2004), libro que prosigue explorando los universos alternativos, las mentes enfermas, los futuros apocalípticos y las historias delirantes de nuestro entorno urbano con un exquisito toque de humor y perversidad, relatos de espeluznante regocijo que habían hecho ya las delicias de los lectores de su primer libro: ¡!Bzzzzzzt!! Ciudad interfase (1998).

Ahora, con El llanto de los niños muertos, Bef ha demostrado que es un hombre orquesta: diseñador gráfico con Premio Nacional de Periodismo bajo el brazo, historietista que tiene en su haber la publicación de Pulpo comics (2004), la antología más disparatada y creativa del comic mexicano contemporáneo y un narrador de universos que se dejan leer por su precisa ambientación y sus personajes entrañables por falibles, por sus tramas elípticas que siempre terminan por ser impecables guillotinas verbales, esperpentos que desatan su veneno con una pizca de ternura y empatía manifiesta. Una mezcla, según el propio autor, cercana a “la estética del comic y las películas B”, pero con un afán tenaz por provocarnos escalofríos.

Bernardo Fernández es, a no dudarlo, un escritor que ha puesto sus mejores talentos al servicio de una causa justa: narrarnos la historia del mundo que viene, del México que viene como una avalancha mortal. Sus mejores cuentos son aquellos, como “Las últimas horas de los últimos días”, “Ojos de lagarto” o “Leones”, en que el protagonista es la ciudad de los palacios abandonados, la mítica metrópolis asentada en una laguna, el Distrito Federal con sus heridas sin cerrar y sus jóvenes que aún no terminan la preparatoria y andan en patineta, a la vez tímidos y veloces, por las calles atestadas de monstruos. En otras ocasiones, como en “El pasillo del azúcar” o “La virgen ahogada conoce al monstruo de Frankenstein”, una mirada perversa se cuela para mostrarnos que amor y horror son una misma emoción placentera, que la necrofilia sigue vivita y coleando más allá de Edgar Allan Poe.

En El llanto de los niños muertos hay ópera espacial, ciberpunk, historias paralelas de México y del nazismo, duelos a muerte entre caballeros sin mesa redonda y dragones furibundos, zombies y mutantes en plena escuela primaria, y mujeres lobo en paisaje provinciano a la Juan Rulfo. Como el propio Bef lo afirma: estos cuentos son “el testimonio de esta necedad que compartimos los escritores por hacernos escuchar a través de la palabra impresa. Felices sueños, que el futuro no será de nadie”.


Pero, al menos por ahora, el futuro es de Bernardo Fernández, escritor mexicano que sabe que la ciencia ficción es una plaga implacable, una sonrisa feliz de colmillo a colmillo, la sed insaciable que todos llevamos dentro.

Fernández, Bernardo. El llanto de los niños muertos. CONACULTA, Fondo Editorial Tierra Adentro #277, México, 2004.


- Más sobre Bernardo Fernández como artista plástico (BEF)

- Otra reseña, pero de Gerardo Horacio Porcayo.

- Monorama, blog de BEF.