Block de hojas amarillas

25 junio, 2003

EPÍSTOLA A LOS NO MEXICALENSES
A Jaime Chaidez,
promotor incansable de nuestra metrópoli

Desde el amanecer, despiertos. Desde la primera luz, el ruido de las maquiladoras. Somos el traspatio de América, cierto. Nosotros construimos, ensamblamos, dejamos a punto el armamento más sofisticado y el juguete más tierno. Misiles y osos de peluche. La cursilería del asesino que mata a distancia, de la niña que se arropa en el sueño de su mascota de felpa. En ese arco de posibilidades, trabajamos. En el horizonte no aparecen ciudades de oro o caravanas fantasmas sino el relámpago verde de los dólares.
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¿Cuál es el precio que pagamos por vivir aquí? La sed insatisfecha, la falta de ofertas sensibles, de opciones culturales. Tenemos la obligación de extraer agua del mismo pozo, de sacarle frutos a la arena. Nada se nos da fácilmente. Esa es nuestra fuerza. El practicar todos los días el ritual de la resistencia, el luchar contra los elementos: el calor del desierto, las tolvaneras, los ciclones repentinos, las plagas de insectos y gusanos, la sal que se filtra en paredes y edificios hasta minar sus cimentos. Eso nos mantiene con vida. Eso nos hace valorar lo que tenemos: la magna cosecha, los pocos seres vivos.
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¿Y la recompensa? Sabernos sobrevivientes. Adquirir la sabiduría del que muda de piel y sigue su camino: ese rastro entre las dunas. Metamorfosis continua y mutación implacable.
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No valoramos la permanencia, lo durable, sino lo que es efímero, lo que es paradisiaco por un momento, lo que espejea sin concretarse del todo excepto en nuestra imaginación. Como un sorbo de agua, como la llegada de la noche, como esa muchacha que se desnuda y se acurruca a tu lado. ¿Espejismos? ¿Alucinaciones? ¿A quién le importa si todo es real y duradero?
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Mexicali no es un laberinto: es distintos campamentos unidos por avenidas repletas de autos. Islas de casas rodeadas por un mar de arenas. Somos la contraparte de Venecia: una ciudad que no voltea hacia el pasado –su breve pasado– porque no quiere convertirse en un pueblo de sal. Mexicali siempre está apostando por el futuro: salta al mañana con los ojos abiertos, pues su utopía no es ser un pueblo más que se enorgullece de sus campos de cultivo o de su industria con capital extranjero. Para todo mexicalense, el futuro es un no-lugar, un espacio tan sólo donde las cosas serán distintas porque no habrá calor ni plagas. Es decir: para que Mexicali sea un paraíso debe dejar de ser Mexicali.
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¿Qué nos espera realmente? Si los dioses fueran misericordiosos y tuvieran un negro sentido del humor, mi ciudad sería feliz con una muerte por agua. Imagínense: acabar hundido, con el agua hasta el cuello, flotando en la desolación de una península que se va al fondo del océano Pacífico. Como el Titanic.
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En ocasiones pienso que Mexicali es, realmente, un espejismo. O uno de los círculos del infierno que Dante no se atrevió a describir en su Comedia nada divina. Luego toco los autos y advierto el poder que emana de las cosas más simples. Su calor acumulado. Su vaho. No, me digo, Mexicali no es un espejismo. Mexicali es la confirmación que la vida es una quemadura permanente, una ampolla. Ese dolor que nunca termina del todo de pasar.
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Y además del desierto está el cerco fronterizo. El alambre y sus rombos que seccionan el mundo en pequeñas imágenes independientes. Y las trampas y las trincheras. Y esa atmósfera bélica. De guerra a punto de estallar. Y luego el tropel de los desesperados. Y las balas que zumban. Y los gritos. Y el número de víctimas: creciendo. Y la gente que va a sus trabajos por la mañana como si no estuviera pasando nada, como si no viviéramos en una zona de guerra.
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Y cuando los helicópteros de la migra pasan a vuelo rasante frente a las casas de la colonia Nueva o del fraccionamiento Hípico, con sus tripulantes enmascarados y sus luces potentísimas iluminando la línea fronteriza, pienso en Beirut, en Sarajevo, en Jerusalén. Tierra de nadie somos. Campo de prácticas para otros conflictos, para otras guerras.
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De noche la ciudad son los códigos encendidos de las patrullas, el grupo de jóvenes en las esquinas que no saben qué hacer. Los mirones que ven la realidad como si fuera una película. La ciudad se vuelve un árbol navideño con sus foquitos rutilantes que atraen a sus víctimas. Como dice una vecina: “cuando se hace de noche, se ve Mexicali de mejor aspecto”. Pregunto la causa: “No se mira lo feo que es”, ella contesta a su vez. Pero yo tengo otra teoría: la oscuridad le da un aspecto más cercano a su espíritu: una boca de lobo. Unas fauces abiertas que te atraen con su negrura.
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Nunca me he sentido frustrado –o encerrado– en Mexicali. Es, por supuesto, una ciudad que me enfurece por su hipocresía y por el espíritu pueblerino que a veces le da por mostrarse como lo hace un niño con varicela: “veme estas cosas horribles que me salieron hoy”. Hay mucho de ciudad infantil en Mexicali, mucho de acné adolescente.
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A veces la gente me ve con lástima. “¿Cómo puedes vivir en una ciudad así?, en un rancho como ése?”. Pero pudiera ser peor. Podría estar viviendo en Tijuana.
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El desierto no da tregua. La falta de mínimos satisfactores para soportar las inclemencias del clima, tampoco. Quien ha hecho suyo Mexicali es como el boxeador que no se rinde aunque esté siendo vapuleado. Podemos aguantar hasta el último round, sí, con la cara golpeada y sangre corriendo por las cejas y la visión borrosa, pero aún de pie. Aún desafiantes.
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¿Qué tiene de malo esta ciudad? Es un infierno tan pasable como el Dublin de James Joyce o la Lisboa de Fernando Pessoa, sólo que sin tantos edificios viejos como la capital portuguesa y con más tabernas que la ciudad natal del autor de Ulises.
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Me gusta Mexicali por sus carencias: en el desierto lo menos es más, el vacío pesa y la nada es mejor que el ser. Camus, que conocía el desierto, supo que el hombre se hace a sÍ mismo frente al desafío de la ausencia, frente a la falta de estímulos.
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Somos los hijos del desierto: en nuestra mirada arde el absoluto: como sal que escalda y ennoblece a quien la prueba, a quien más que padecerla, la disfruta.
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De noche, antes, escuchaba aullar a los coyotes. De noche, antes, la vía láctea era visible desde el techo de las casas. De noche, ahora, sólo escucho el martilleo de los cuernos de chivo. De noche, ahora, sólo veo pasar, en su vuelo impune, las narcoavionetas rumbo al norte.
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¿Para qué quieres irte al Distrito Federal si aquí está igual de contaminado? Para Popocatépetl ahí está nuestro Cerro Prieto. Para temblores, los de la falla de San Andrés. ¿Ves? Si somos el desastre andando, la catástrofe pura.
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El norte. Siempre el norte. ¿Cuántos mexicalenses no sueñan con esa oportunidad, con ese salto en pos de fama y de fortuna? Vivimos, en cierto modo, en la estocada, en pleno trampolín. ¿Cuántos saltarán hoy? ¿Cuántos atravesarán el desierto para alcanzar el otro lado? Para mucha de esa gente, si no es que para la mayoría, Mexicali es una ciudad borrosa, una parada rápida en el camino. Una mezcla de miedo y desafío, de desconfianza y dolor.
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Mexicali, sin embargo, no se hizo con migrantes exitosos en su cruce, sino con migrantes fracasados. Los que fueron atrapados por la migra y no tenían suficiente dinero para intentarlo otra vez o regresarse a su lugar de origen. Mexicali como un refugio temporal que se transformó en definitivo. Una maldición que acabó siendo bendita y afortunada para quien supo aprovecharla, para quien vio que todos los caminos llevan a esta ciudad que alberga a propios y a extraños con la misma devoción, con el mismo cuidado.
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Los que se van de Mexicali son como el hijo pródigo de la Biblia: siempre terminan regresando a casa. La única diferencia es que en Mexicali no les organizamos un banquete por su retorno: simplemente los llevamos a comer a un restaurante chino. Para que vuelvan a sentirse nativos.
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Fomentamos la cultura del silencio. No es nuestro carácter el pregonar nuestros logros. Sabemos que la voz no es un instrumento confiable. Preferimos las miradas insondables, el gesto que lo dice todo: cuatro dedos abajo y uno arriba.
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Nos gusta pensarnos como sobrevivientes más que como habitantes de Mexicali. Por las mañanas, cuando nos encontramos a compañeros de trabajo, nos sorprendemos de que sigan con vida. Lo mismo hacen ellos ante nuestra presencia. Lo importante aquí es no perder la capacidad de asombro ante la fortaleza humana.
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–¿Por qué seguimos aquí?
–¿Por qué no?
–¿Por qué no se marchan de aquí, a un sitio mejor?
–¿Mejor que esto? Imposible.
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Castillos en el aire,
Nuestras casas.
Arenas movedizas,
Los cimientos que nos forman.
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Y no olvides propagar la buena nueva: estas arenas que ves son tu futuro. Y sólo quien haya vivido en ellas sabrá encontrar el camino de la salvación, la ruta hacia el futuro.
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–¿Cómo construir un espejismo?
–Soñándolo.
–¿Cómo darle peso y consistencia?
–Moldeándolo a tu imagen y semejanza.
–¿Cómo hacerlo visible para todos?
–Dejándolo brillar por sí solo.
–¿Así todos lo verán?
–Sí. Por un instante. Luego quedarán ciegos ante semejante portento.
–¿Y entonces?
–Entonces Mexicali erosionará sus corazones. Los volverá sal y salitre, ceniza y polvo.
–¿Para qué?
–Para soplar sobre ellos.
Para hacerlos volar entre la arena.
Para que no olviden la tolvanera que somos, el viento que nos da fuerza.
* * *
–¿Mexicali? ¿Qué quieres saber de Mexicali?
–¿Cómo es?
–Como las ciudades invisibles de Italo Calvino: lo que miras es su camuflaje, lo que no percibes a simple vista es su piel de camaleón transformándose de continuo. Lo que es Mexicali sólo sus habitantes lo saben. Para ellos, Mexicali es un edén en pleno cambalache. Para el resto de los mortales es una trampa que evitan, un horno que los calcina. El enigma que sigue en pie, sin aclararse. Sal en tu boca. Arena en tus zapatos. Eso es. Eso somos.
***
Más que la plenitud, el vacío abre el apetito. La nada es un manjar entre los que viven su propia transparencia, entre los que son luz en el espejismo de la pupila.
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Mexicali sigue siendo una ciudad perdida entre la arena, oculta a los ojos de los que ignoran que la luz es laberinto.
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Aprendan de nosotros, los mexicalenses, aprendan a vivir de lo que falta y no de lo que sobra. Aprendan a disfrutar cada gota de agua, cada espacio de sombra, cada respiración.
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Si Tecate es el ombligo del universo y Tijuana es el sexo del cosmos, como dice la mitología popular, entonces Mexicali es el corazón del infinito, su tiempo palpitante, el pulso de la eternidad que no varía.
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Detrás de Mexicali hay otro Mexicali: una ciudad de agua plena, de hielo puro.
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La ausencia de todo se compensa con la imaginación. Sólo los beduinos pueden soñar en oasis y vergeles. Sólo los mexicalenses podemos crear una ciudad donde la realidad es una ilusión que se funde con la blancura circundante, con el delirio que arde sin tocarnos.
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Evita el exceso: ven a vivir a Mexicali. Aquí todo se da a cuentagotas.
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Nunca digas: “De esta arena no comeré”.
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Y al despertar, Mexicali todavía estaba ahí, en medio del desierto, con sus luces encendidas. Desafiando la eternidad con su estoicismo, con sus carencias. Para consternación de los que creen que aquí se sufre. Para desvelo de los que viven de leyendas oscuras y no de mitos soberanos.
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Somos el tiempo que se decanta en un reloj de arena. Somos el sol que se eleva e ilumina las rocas de la Rumorosa y manda su cálido aliento hasta las ciudades de la costa. Como una bendición. Como una afrenta.
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Y quien tenga ojos para ver, que vea.
Y quien sepa lo que está viendo, que no olvide este prodigio. Esta ciudad que se empecina en vivir al borde mismo de la cordura, en la orilla de la santidad y la demencia.