El poeta regiomontano Gabriel Zaid cumple setenta años en 2004. Lo importante aquí es contemplar cómo su poesía sigue siendo idéntica a sí misma: no una poesía que evoluciona y se tran
sforma de acuerdo a cada época de su autor, sino una poesía que, desde un principio (de 1952 en adelante) es fiel a la vida y sus creaciones: pájaros, flores, árboles, mujeres, el paso del sol, el flujo de las aguas. Una poesía que respira y vuela, y es coito y resplandor, música de las esferas y algarabía callejera. Una poesía joven, tan joven como el primer día de la creación.
Si algo hace vibrar a la poesía zaidiana es que sus palabras son juegos verbales, volteretas de circo, malabarismos para hacer de la escritura una carcajada insólita, una tomadura de pelo, un conjuro carnal.
En Zaid no hay, en comparación a muchos otros poetas mexicanos de su generación (la que aparece a mediados del siglo XX), un deseo de escribir el gran poema o la búsqueda de una poesía visionaria, social, política, filosófica o neobarroca. Zaid es la pura transparencia, el mejor ejemplo de una poesía sin adjetivos, cuya única razón de ser es mostrarse desligada de todo ocultamiento, de toda artificiosa dificultad cognitiva.
En cierta forma, la poesía de don Gabriel es un test de Rórschach: sólo está ahí como un espejo de nuestras propias ilusiones, un catalizador que transforma nuestra manera de percibir el mundo con un simple parapdeo.
La poesía de Zaid es una especie de literatura fantástica: en ella ocurre lo inexplicable, lo maravilloso, lo sorprendente.
El problema existencial básico para don Gabriel es el libre albedrío. Esa terrible decisión entre la libertad rapaz y la efímera lucidez. La eternidad que rompe lanzas contra el tiempo en el torneo del díme quién soy, díme a dónde voy.
Poeta de carne y hueso, explorador citadino, domador de taxis, perseguidor de musas, auscultador de caderas, Gabriel Zaid es, como escritor, un hombre agradecido con el mundo por el solo hecho de andar de un lado a otro, de estar con vida, de tener tiempo para ser un cerdo feliz en la fiesta nocturna de las cosas que pasan.
Todos hemos aprendido algo del poeta Zaid: a cantar para uno mismo, a ver la realidad como un antojo, a no estar conformes con los exabruptos de la vida.
Poeta del norte, lo sabemos. Heredero de Alfonso Reyes en su poesía deslumbrada por los amplios horizontes. Sólo es necesario ver cómo el sol se abre paso gloriosamente, cómo despunta con fiero aullido en muchos de sus versos. Luz a cántaros, para compartirse sin remilgos ni consejas..
A veces creo que Gabriel Zaid es el último representante del estridentismo que nos queda: uno todavía capaz de sentir, como en su poema “Ipanema”, que la belleza emerge de las aguas como un automóvil reluciente, como un milagro industrial de innata belleza.
Poeta urbano, para quien la ciudad es fiesta embotellada, jaula donde cantan los pájaros del día, donde rugen “las líneas de alta tensión”y chifla el “piterío infernal” que entre todos, a diario, improvisamos.
Hay una felicidad original en Gabriel Zaid: no inocente, pero sí anterior a la idea civilizatoria que hace de la alegría un deber o, peor aún, un destino. La felicidad zaidiana consiste en una sonrisa ante las sorpresas del mundo, ante el ridículo de residir en el campo nudista de la sociedad contemporánea.
Cuando leo a Gabriel Zaid pienso no en un teórico del progreso improductivo sino en un poeta del detalle, en un cantor de los fantasmas que nos habitan sin asustarnos realmente; fantasmas que son gatos, que son cebras en el zoológico de su imaginación.
La poesía de Zaid es “barquilla pensativa...amarrada a la orilla del sueño”: un cuadro impresionista que en su levedad cromática contiene los escorzos de la condición humana, las imágenes de versos olvidados por la historia. Quietud enmascarando turbulencias.
La obra de Zaid tiene obvias vinculaciones con otros poetas del siglo XX: con José Gorostiza y sus Canciones para cantar en las barcas y con el Octavio Paz de Bajo tu clara sombra. Sencillez y maestría son elementos naturales de nuestro poeta, escritura sin estruendos pero tampoco dicha en voz baja. No un poeta de silenciosa paz o redentora luminosidad. En Zaid todo es materialidad, flujo, contraste. En la poesía de don Gabriel hay una risotada que rompe con los buenos modales y proclama un arte urinario pocas veces visto en la literatura nacional. Sus textos, que son prodigio fisiológico antes que inspiración divina, orinan a la vera del camino o frente a cualquier barda disponible, como una forma de devolverle al mundo un poco de su sustancia más viva y perentoria: un “largo orinar” que es como regalarle a la tierra las aguas deliciosas que la mente encierra: la fuente de la eterna juventud.
Desde sus primeros poemas, Gabriel Zaid declaró lo que la poesía era para él: un acatamiento a las leyes universales de la verdad y la hermosura; un rendir cuentas desde la veracidad y el equilibrio; un habla de ciudadano en pos de sus memorias más queridas e incandescentes; una mirada que nos ofrece, a través de “sus ojos límpidos”, la claridad del tiempo en fuga, la felicidad de amar y ser amado, “una vida que hubo, que hay,/ y cuyo paso/ nos hace compañía”.
Latigazos de luz que hacen de la poesía un oasis en medio de la oscuridad reinante: ese es el legado de don Gabriel: su capacidad de desatar la vida, de desatarnos.
“Esas íntimas palabras/ que entretejen el mundo” son la mejor lección para la poesía mexicana del siglo XXI: para escribir versos sólo se necesita lucidez y diafanidad, saber dar luz desde la perpleja armonía, desde “los manantiales del tiempo” donde todo crece dichosa, ininterrumpidamente.
1 Comentarios:
me gustaria poder ver este articulo mejor, pero la mascota me lo impide.
mi correo es cajica90@htomail.com si me mandar te lo agradesco.
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