Block de hojas amarillas: Choques y más choques

12 junio, 2006

Choques y más choques

Un choque. Un golpe. Un estrépito. Un grito. Una mentada de madre. Una conmoción. Una sorpresa. Un accidente. De choques imprevistos están hechas nuestras vidas. Lo inesperado de un encontronazo con el otro, nuestro cómplice, nuestro semejante, que une a personas que nunca se hubieran relacionado de otra manera en lugares que no necesariamente acostumbran pregonar a sus familias.


Angel Norzagaray (El Triunfo, Sinaloa, 1961, pero avecindado en Mexicali, Baja California desde adolescente) nos mete, con su obra más reciente, Choques (ICBC-Premio Estatal de Literatura en Teatro, 2005), en una historia dramatizada a puro diálogo galopante, sin más escenografía que nuestra propia imaginación; un relato a saltos acrobáticos sin perder estilo ni humor.


Aquí el choque es un acontecimiento que se desdobla en comedia de enredos y examen a profundidad de nuestras fidelidades e infidelidades, una obra que es carrera desbocada alrededor de “andar de pito flojo” en un motel que reproduce, entre lo público y lo privado, entre lo aceptado y lo prohibido, esa comezón del sexo desaforado que no atiende razones ni razonamientos y que crea, en la poderosa urdimbre de su trama, un nudo de conflictos entre personajes que son la jocosa representación de nuestra hipocresía social dándole vuelo a la hilacha.


Choques es una obra como las películas de los hermanos Marx. Es decir: en ella se va acumulando, a velocidad vertiginosa, absurdo tras absurdo y sin perder la veracidad narrativa. Cada personaje sabe su cuento y defiende no un territorio familiar o matrimonial sino ese espacio de libertad donde la gente “puede hacerse la tonta y que el mundo ruede”, sin mortificaciones excesivas, sin melodramas telenoveleros.

Para el teatro bajacaliforniano en particular y para el teatro mexicano en general, Choques representa un pastelazo en el rostro de nuestra colectividad, una mezcla explosiva de amor fou que retumba en el interior de nuestras conciencias: no como una advertencia moral sino como una verdad demoledora en su pragmatismo norteño: “Pase lo que pase, una cosa es cierta: la vida sigue. ¿Entonces?”


Entonces sólo queda reír a carcajadas con estos gallitos de pelea, con estas mujeres escapando de sus jaulas, con estos choques que siempre acaban arreglándose bajo mano, fuera de la ley, acá, donde la cachondez prevalece y las coincidencias se ven como lo que son: el puro mitote, el puro gozo de contar esa historia que, por increíble que parezca, nos retrata de cuerpo entero en este escenario que es la vida, en este motel que es el mundo.
Gabriel Trujillo Muñoz