Años más tarde y cuando Gina Walther fungía como jefa del Departamento de Editorial y Diseño Gráfico de nuestra máxima casa de estudios, la UABC publicó mi primer libro Percepciones (1983) y mi primera antología Parvada. Poetas jóvenes de Baja California (1985). Fue entonces cuando conocí a don Enrique Anaya Ostos, el primer impresor profesional con quien tuve contacto. El primer impresor de mis libros y de los de cientos de compañeros escritores, académicos y creadores, que disfrutaron de una obra publicada pero que ignoraron, en la mayoría de los casos, las dificultades inherentes a su fabricación material, a su producción masiva.
Con don Enrique descubrí otra cara del proceso editorial: hasta entonces me había topado con el autor que quiere ver publicada su obra y se desespera aguardando a que ésta aparezca, así como el editor que cuida el formato, corrige el texto y lo enmienda hasta que se siente satisfecho en el contenido y presentación de la obra. Pero el impresor era, según yo creía, como Johannes Gutenberg: un técnico-inventor capaz de poner a funcionar maquinaria ruidosa, mezclar tintas y utilizar papeles adecuados para darle vida y dimensión a un libro. Esa era su tarea y responsabilidad.
En el Mexicali de mediados de los años ochenta del siglo XX, yo me había topado con empresas que se publicitaban como Impresoras. Como autor me presenté en ellas para preguntarles precios para imprimir libros. Los dueños o encargados de las mismas se mostraban escandalizados de que yo les pidiera imprimir semejantes engendros. Me decían con tono ofendido que ellos se dedicaban a imprimir cosas decentes: como tarjetas de presentación, invitaciones de bodas y, los más arriesgados, calendarios religiosos o comerciales. Pero libros, jamás. ¿Por qué?, les preguntaba desde mi ingenuidad. Y las respuestas eran siempre: los autores nunca quedan satisfechos, son muy complicados de hacer y cuestan mucho tiempo y trabajo, no nos interesan, no nos dedicamos a eso, etcétera.
Con don Enrique Anaya, hacer libros era una tarea ya conocida y aceptada como tal: su vinculación con la UABC lo había llevado a evolucionar de ser un impresor como sus colegas, que sólo daban paso sobre seguro, hasta convertirse en un impresor de los libros y revistas universitarios desde los años setenta en adelante. Sus talleres gráficos, mitad empresa privada, mitad imprenta universitaria, en aquellos años fue la casa impresora de la revista Calafia del Instituto de Geografía e Historia que comandaba el ingeniero Adalberto Walther Meade, la recién fundada revista Estudios fronterizos del Instituto de Investigaciones Sociales y de Travesía, la revista de la Dirección general de Asuntos Académicos. Y buena parte de los libros de historia, de medicina, de arquitectura, de creación literaria, de economía, de ciencias naturales y exactas de aquellos tiempos, pasaron por las manos de don Enrique y su equipo de trabajo.
Es sintomático que don Enrique, ya en los años noventa, se independizara totalmente creando su empresa Lito-Impremex, que siguió siendo un punto de reu
nión para todos aquellos que buscaban sacar sus libros por su cuenta y riesgo. Autores bajacalifornianos publicaron con don Enrique y muchas obras básicas de la cultura regional le deben a su interés por publicar lo nuestro que éstas no quedaran inéditas o en el cajón de los sueños no cumplidos. Don Enrique sabía, como alguna vez me lo dijo, que si no era él quien se pusiera del lado de los escritores locales nadie más lo haría. Era su deber y era su necesidad de mantener la maquinaria funcionando, sacando libros y folletos y revistas, lo que también a él lo mantenía con vida.
La última vez que lo vi fue como dos semanas antes de su muerte. El cáncer de garganta que lo asediaba nunca pudo quitarle su sentido del deber como impresor mexicalense y como promotor de nuestra cultura bajacaliforniana: don Enrique llegó, con su carga de ejemplares del último número de la revista Calafia, al Departamento de editorial de la UABC. Como en sus inicios y hasta el final, don Enrique estuvo al pie de la imprenta: haciendo visibles las ideas de nuestros intelectuales, la imaginación de nuestros escritores, la sabiduría de nuestros académicos. Tal es su epitafio: Imprimir es un acto de generosidad. Que todo libro impreso es un legado para los escritores que vienen, para los lectores que siempre habrá.
1 Comentarios:
y q' sucedio con Lito-Impremex? sigue funcionando e imprimiendo libros locales?
Publicar un comentario
<< Home