Block de hojas amarillas: Alfonso Reyes y los hados del Norte

29 julio, 2006

Alfonso Reyes y los hados del Norte

Rogelio Arenas, brillante investigador de la narrativa latinoamericana moderna, ha abierto un nuevo espacio en los estudios biográficos sobre la vida de Alfonso Reyes. Su libro Alfonso Reyes y los hados de febrero (UNAM-Dirección de Publicaciones-UABC, 2004) es una afortunada incursión en esa relación tan ambigua, tan llena de claroscuros, que fue la relación entre el joven Alfonso y su padre, el general Bernardo Reyes, militar y político, brazo ejecutor del porfiriato en el norte mexicano, eterno candidato a suceder a don Porfirio cuando éste decidiera renunciar al poder, reformista suspicaz de toda revolución, incluyendo la maderista, un hombre que, entre el exilio y la política partidista, prefirió tratar de obtener la gloria a la usanza decimonónica: con una carga de caballería frente a las armas de fuego automáticas, y que dejó, tras su muerte inútil, una enorme deuda por pagar en su hijo Alfonso: en memoria y dolor, en resignada comprensión de ese descalabro familiar que, en cierta manera, representaba el descalabro del país entero cayendo en la espiral sangrienta de la Revolución Mexicana.

En su libro, Rogelio Arenas se pregunta y nos pregunta: ¿Qué destino es el de un escritor que quiso ser primordialmente un intelectual y un literato antes que un hombre de acción en la arena política mexicana? ¿Cómo conciliar la vida de diplomático y hombre de mundo con eso que Paulette Patout llamara “la maldición de su propia casta”? De tales cuestionamientos parte nuestro autor para delinear el retrato existencial de Alfonso Reyes, su itinerario de pasiones en pugna en relación con don Bernardo y su deceso el 9 de febrero de 1913, al alzarse en armas contra el gobierno legítimo de Francisco I. Madero, presidente constitucional de México. Como lo puntualiza Rogelio: “la marca del padre y el recuerdo de los trágicos acontecimientos de su muerte acompañarían siempre al escritor” y le harán escribir algunas de sus más conocidas composiciones, como la Oración del 9 de febrero e Ifigenia cruel, pasando por poemas menos citados como Villa de Unión y un texto autobiográfico inédito de 1925 que Arenas rescata para los lectores actuales.

El tema de la investigación de Rogelio es “saber cuál es la forma desde la cual, a través de la literatura, Alfonso Reyes construye una imagen de su padre y cómo esa imagen termina por mostrar la urdimbre compleja del escritor y su obra”. Pero a pesar de tal complejidad, Arenas nos presenta una auténtica “biografía afectiva e intelectual de Alfonso Reyes” que gira alrededor de ese episodio catastrófico que fue para el joven Alfonso la muerte de su padre y el descrédito consiguiente que tuvo para la familia. Recuérdese que a partir de este suceso, Alfonso toma el camino del exilio voluntario rumbo a Europa y se convierte en el puente real entre Latinoamérica y la cultura europea, entre México, España y Francia, fungiendo como hombre de letras y representante cultural de la literatura y el arte de su tiempo.

Pero detrás de la serenidad reflexiva, de su prudencia anecdótica y de su pasión bien temperada, don Alfonso trató de ocultar al joven herido por aquella violenta orfandad, al hijo que muchos años después aún buscaría, con resabios de memoria, reconocerse en esa “historia de sangre”, sentir esas “ansias naturales” de hacer que su padre volviera a la vida, por medio de la palabra escrita, como el amigo y confidente que por tantos años había sido para él.

Por eso, lo valioso de Alfonso Reyes y los hados de febrero es que nos da una imagen humanizada de un hombre que parecía testimoniar el equilibrio clásico. Arenas, con este libro, nos devuelve a un Alfonso Reyes como un hombre de carne y hueso, como un hijo que ha contemplado la dispersión de la familia por los caminos del mundo y que ha aprendido a mirar el pasado como una lección del presente: nada queda en pie y sin embargo aún el eterno peregrino sabe que en su corazón todas las cosas que fueron permanecen amarradas a uno, que todos los seres queridos siguen vivos y actuando en nuestras conciencias mucho tiempo después de haber muerto. Nada está perdido si las palabras son la verdadera herencia que llevamos con nosotros, ese “aliento desprendido de aquellos huracanes”. Un mito donde se agolpan, como el propio don Alfonso lo dijera, “las fieras del recuerdo” en “el fondo del pecho”.