Block de hojas amarillas

23 julio, 2007

Cantos de viajero, nostalgias en fuga


Cantos de viajero, nostalgias en fuga

Gabriel Trujillo Muñoz

La poesía siempre vuelve a uno. Es una portadora de imágenes relampagueantes y tertulias donde se dan cita los amigos que no se han visto en años. Eso me sucede ahora, mientras hojeo los Cantos de Sarafán (Práctica Mortal, Conaculta, 2005) de Jorge Ruiz Dueñas, un poeta bajacaliforniano, nacido en 1946, que como muchos otros escritores de nuestra entidad, salió de viaje por las rutas del mundo y sólo ocasionalmente ha vuelto a casa. Hoy veo que son las palabras del poeta las que han puesto su ojos en la épica del retorno sin apartarse de las islas griegas y los paisajes de Levante, de los mares repletos de nostalgias que dan hospedaje a la voz de nuestra tribu.

En estos versos, lo que sobresale es la mirada fervorosa por captar la claridad de la naturaleza, el pálpito de la vida, las galas del mundo que son a la vez dolor y salvación, desolladero y dulzura, cadáver y resurrección. En la poesía última de Jorge Ruiz Dueñas hay una especie de beatitud en combustión constante, un “corazón flamígero” que anuda lo incierto y lo misterioso, los azahares y el azar de toparse con las evidencias del milagro. La madurez creativa aparece con un tono de mesura agreste y ancestral sabiduría que sabe que el presente es una estación de paso hacia los jardines de la memoria, un camino sinuoso donde el recuerdo salta de rama en rama, como un pájaro inquieto en el clamor de la mañana, o como el aroma de las especies en cada cuarto, o como la música de la plaza que trae de regreso los fantasmas de un tiempo que sólo la poesía puede retener sin mancillarlo, sin traicionarlo en su esencia:

Dónde los suntuosos panes

celebraron tu premura

y con las fibras cordiales

alabaste su masa nutricia

Para quién desenvainaste tu espada de Madera

y desplazaste los aros

la gendarmería de pájaros

el tizne de la noche estallada por bengalas

Por qué aún huele a canela

a clavo y a pimienta

a café molido

en la víspera de los quinqués

mientras el horno mantiene su infierno

y la tahona alivia la purificación de las pastas

Qué embeleso colmó entonces tu existencia

La trayectoria poética de Ruiz Dueñas, aunque ha prestado homenaje al desierto y a los mares californios, ha estado más apegada a la saga salitrosa de los marineros nihilistas a la Lord Jim de Joseph Conrad y a la travesía infernal de Maqroll el Gaviero de Álvaro Mutis: un himno a la catástrofe perenne que es la condición humana con su cauda de violencias y desamores. Sólo la naturaleza, como un dios dormido fuera de la historia, parece concitar un estado de gracia para nuestro poeta, pero en el resto de su obra, el mar es la propicia melancolía, la marea que golpea contra las rocas. Su poesía parece escrita por un hombre que hace la crónica de la locura divina sabiendo que no recibirá más pago que la muerte: “porque el tiempo de la cosecha es breve”, porque el poema es el cuerpo de la ofrenda.

En cierta forma, Cantos de Sarafán no es el testimonio de un mar distante. Para Jorge Ruiz Dueñas lo que contiene este poemario es un diario de fatigas entre las dunas del otoño de su vida. Un recuento de viajes y peregrinaciones en el vasto océano de la tinta. Lo que su corazón de poeta le aconseja en susurros: recuperan su infancia, los instantes soberanos de su tránsito por el mundo, la potestad del cuerpo que no acepta fáciles rendiciones. La poesía como instrumento de orientación, como brújula para guiarnos por las rutas de la crueldad y el escarnio hacia “el canto perenne del aire”, hacia el archipiélago del lenguaje, porque:

No hay más Tierra por descubir

Ni especies irritadas

Solo la melancolía de las bestias originales

El fuego de los solsticios

Y los versículos verdaderos.

Esos versículos que hacen de la poesía de Jorge Ruiz Dueñas un conjuro verbal que concilia las fuerzas naturales a su alrededor, que equilibra el mundo con su voz de profeta, con su voluntad de vuelo. Porque sólo la poesía es garantía “de carne devorada”, de “frutos virginales”, de vida por vivir en la autenticidad de la memoria, en el resplandor efímero del deseo. Faro que ilumina la costa y previene del naufragio a sus lectores.

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19 junio, 2007

El amor es cobrizo: la poesía de Daniel Sada

Los que oyen hablar de Daniel Sada (Mexicali, 1953) piensan sólo en el prodigioso narrador mexicano reconocido internacionalmente, un autor que hizo de los desiertos del norte mexicano el hogar itinerante de los personajes y tramas de sus cuentos y novelas. Otros creen que Daniel es un escritor atento a los devaneos de la política nacional, a los ritmos del habla que marca un estilo inmediatamente reconocible. Quienes han atendido su narrativa han reconocido en ella una poesía interna que crea un encabalgamiento preciso y contundente. Pocos, sin embargo, saben que el más prestigioso escritor mexicalense se dio a conocer como poeta en los años setenta y que sólo posteriormente dio el salto a la prosa de ficción.

Hoy, con El amor es cobrizo (Ediciones sin nombre, 2005), Daniel Sada ha regresado a sus orígenes. Una generosa colección poética es la que hoy nos presenta, como una manera de advertirnos que él siempre ha sido un niño ensimismado que fragua sus propios conjuros y sapiencias, que descree de la “lírica servil por melindrosa” y se la pasa atisbando lo antiguo y lo novedoso, las cosas triviales y las ínfulas del mundo, cargando decepciones y agobios como un proscrito que carece de gloria, pero que tiene la virtud de no olvidar las minucias de la vida, los “magros paisajes” caseros:

Entonces, por favor, contempla nada más

lo que te da un instante

Ya vendrán los minutos a insuflar el hastío

Así que mira… y punto

Hay una mecedora… parece muy lejana

y lejana se mueve, o a lo mejor, también,

la mueve el que te dije,

el que estaba en la cama enmedio del oleaje

¿Ya observaste la mesa? Es tenue,

siempre tenue, y por lo mismo impura

Tiene un fondo muy blanco

y un trasfondo a voleo

henchido de hojas cándidas,

esas que morirán murmurando un secreto

¡Lugar común!: ¡y limpio! Vislumbre entelerido

donde tú, donde aquél o donde aquélla…

La ronda de lo umbrío sera tal como fue

Así que barre a fondo

porque vienen los vivos

a hablar sobre los muertos

Barre, barre hasta el fin,

Barre con toda el alma,

Porque tal vez un día

Brillará todo esto

La poesía de Sada es conversación apurada y “música vecinal”, pretexto para espejear el orbe con la avidez de hallar cobijo en las cosas cotidianas, en la barra de las cantinas o en las ceremonias públicas donde “pervive lo emocional” y el deseo se decanta en instantes impredecibles. En todo caso, para Daniel la poesía no es magia ni sueño ni descripción del mundo, sino risueña formalidad, registro intuitivo, queja y disimulo, confesión de parte y sortilegio que transforma el verso en un juguete sorpresivo, en un mecanismo que brinca de un tema a otro sin querer queriendo. Suma de perplejidades que viven encerradas en el garabato de su escritura:

Pálpitos

Palabras

Burbujas

Reclaques

Esas quintaesencias cual sorteo

de argucias: zotes quisicosas,

sus lados correosos; prendas

y vocablos, febles aguatintas,

lágrimas que buscan

honduras coloras,

En rigor: placer

Leer El amor es cobrizo es acompañar a Daniel Sada por el “ritual armónico”, tumultuoso, de las palabras que no aceptan la sumisión canónica sino que rompen con las buenas maneras de la poesía nacional. En estos poemas hay el deseo de sacudirse las pulgas vejestorias y asumir, a sabiendas, la “luz que juguetea”, el vestirse de Diablo para burlarse de la seriedad poética y la elegancia barroca. Una esgrima verbal que pide, con sonrisa socarrona de por medio, un exabrupto, un sacudimiento. Lo que sea pero algo que cambie nuestra perspectiva de lo que es el arte, de lo que es la literatura:

Todo se ladea

y si no ladéenlo.

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