Cantos de viajero, nostalgias en fuga
Cantos de viajero, nostalgias en fuga
Gabriel Trujillo Muñoz
La poesía siempre vuelve a uno. Es una portadora de imágenes relampagueantes y tertulias donde se dan cita los amigos que no se han visto en años. Eso me sucede ahora, mientras hojeo los Cantos de Sarafán (Práctica Mortal, Conaculta, 2005) de Jorge Ruiz Dueñas, un poeta bajacaliforniano, nacido en 1946, que como muchos otros escritores de nuestra entidad, salió de viaje por las rutas del mundo y sólo ocasionalmente ha vuelto a casa. Hoy veo que son las palabras del poeta las que han puesto su ojos en la épica del retorno sin apartarse de las islas griegas y los paisajes de Levante, de los mares repletos de nostalgias que dan hospedaje a la voz de nuestra tribu.
En estos versos, lo que sobresale es la mirada fervorosa por captar la claridad de la naturaleza, el pálpito de la vida, las galas del mundo que son a la vez dolor y salvación, desolladero y dulzura, cadáver y resurrección. En la poesía última de Jorge Ruiz Dueñas hay una especie de beatitud en combustión constante, un “corazón flamígero” que anuda lo incierto y lo misterioso, los azahares y el azar de toparse con las evidencias del milagro. La madurez creativa aparece con un tono de mesura agreste y ancestral sabiduría que sabe que el presente es una estación de paso hacia los jardines de la memoria, un camino sinuoso donde el recuerdo salta de rama en rama, como un pájaro inquieto en el clamor de la mañana, o como el aroma de las especies en cada cuarto, o como la música de la plaza que trae de regreso los fantasmas de un tiempo que sólo la poesía puede retener sin mancillarlo, sin traicionarlo en su esencia:
Dónde los suntuosos panes
celebraron tu premura
y con las fibras cordiales
alabaste su masa nutricia
Para quién desenvainaste tu espada de Madera
y desplazaste los aros
la gendarmería de pájaros
el tizne de la noche estallada por bengalas
Por qué aún huele a canela
a clavo y a pimienta
a café molido
en la víspera de los quinqués
mientras el horno mantiene su infierno
y la tahona alivia la purificación de las pastas
Qué embeleso colmó entonces tu existencia
La trayectoria poética de Ruiz Dueñas, aunque ha prestado homenaje al desierto y a los mares californios, ha estado más apegada a la saga salitrosa de los marineros nihilistas a la Lord Jim de Joseph Conrad y a la travesía infernal de Maqroll el Gaviero de Álvaro Mutis: un himno a la catástrofe perenne que es la condición humana con su cauda de violencias y desamores. Sólo la naturaleza, como un dios dormido fuera de la historia, parece concitar un estado de gracia para nuestro poeta, pero en el resto de su obra, el mar es la propicia melancolía, la marea que golpea contra las rocas. Su poesía parece escrita por un hombre que hace la crónica de la locura divina sabiendo que no recibirá más pago que la muerte: “porque el tiempo de la cosecha es breve”, porque el poema es el cuerpo de la ofrenda.
En cierta forma, Cantos de Sarafán no es el testimonio de un mar distante. Para Jorge Ruiz Dueñas lo que contiene este poemario es un diario de fatigas entre las dunas del otoño de su vida. Un recuento de viajes y peregrinaciones en el vasto océano de la tinta. Lo que su corazón de poeta le aconseja en susurros: recuperan su infancia, los instantes soberanos de su tránsito por el mundo, la potestad del cuerpo que no acepta fáciles rendiciones. La poesía como instrumento de orientación, como brújula para guiarnos por las rutas de la crueldad y el escarnio hacia “el canto perenne del aire”, hacia el archipiélago del lenguaje, porque:
No hay más Tierra por descubir
Ni especies irritadas
Solo la melancolía de las bestias originales
El fuego de los solsticios
Y los versículos verdaderos.
Esos versículos que hacen de la poesía de Jorge Ruiz Dueñas un conjuro verbal que concilia las fuerzas naturales a su alrededor, que equilibra el mundo con su voz de profeta, con su voluntad de vuelo. Porque sólo la poesía es garantía “de carne devorada”, de “frutos virginales”, de vida por vivir en la autenticidad de la memoria, en el resplandor efímero del deseo. Faro que ilumina la costa y previene del naufragio a sus lectores.