Block de hojas amarillas: septiembre 2005

23 septiembre, 2005

Julio Verne o el progreso como aventura

Julio Verne (1828-1905) va a cautivar, desde sus primeras novelas, la imaginación de los lectores. Su seducción literaria parte de una prosa ágil, unos personajes vivaces y entrañables y una capacidad de describir territorios desconocidos (el fondo del mar, el interior de la tierra, África y el océano Pacífico, la luna y las regiones polares) como sí fuera un periodista mandando sus textos desde el lugar mismo de los hechos. En contraste con el pesimismo típico de la literatura utópica de su tiempo, Verne no se burla de la ciencia o de la idea de progreso, sino que las adapta como sus estandartes y las promueve en sus novelas. Y no es que Verne haya sido un autor ingenuo, que no vea los peligros de una ciencia desbocada, dueña del mundo, como las novelas de su vejez lo demuestran. Nuestro autor, sin embargo, cree que los beneficios de la ciencia exceden a sus perjuicios, que los recursos naturales están allí para ser expuestos como fuentes del conocimiento. Verne, sin duda, es un espíritu feliz de vivir en una época en que la ciencia abre las puertas, hasta entonces cercadas o prohibidas, de la naturaleza y el cosmos. Y ofrece explicaciones asombrosas para todos los fenómenos naturales habidos y por haber.
Julio Verne es, así, el cantor del progreso humano, de la civilización en marcha que está hambrienta de cambiar la vida, de transformar el mundo. Un cantor que cree que el mañana no sólo traerá cosas nuevas sino cosas buenas, retos inéditos, inventos útiles a todos. Y aquí lo nuevo se sintetiza en mejores comunicaciones y transportes, en maravillas tecnológicas que lleven a la humanidad a lugares donde nunca antes ha ido ni imaginaba llegar. De ahí que la narrativa de Verne sea, antes que otra cosa, un triunfo del poder de la imaginación, una literatura nacida de la especulación científica.
El ser humano, para Verne, es la medida de todas las cosas. Pero nuestro autor sabe que el nuevo protagonista de la civilización industrial no es el individuo sino el equipo de trabajo, el grupo que, en conjunto, es mayor que la suma de sus partes porque en él están representados el científico, el sabio, el guía que conoce las costumbres aborígenes, el militar que sabe como enfrentar los peligros, la muchacha que es una eficaz enfermera, etcétera. Todos héroes del conocimiento. Todos expertos en su respectiva especialidad y partes fundamentales para que el grupo sobreviva a todos los obstáculos de su viaje.
Por eso la literatura de Julio Verne no ha perdido su capacidad de entretenernos. Al leerla descubrimos que lo importante en ella no son los inventos que nos presenta (el submarino, la nave espacial, el globo aerostático) sino los personajes que luchan por una meta que parece imposible de lograr, pero que gozan de una ventaja enorme: son gente práctica que siempre busca una solución, personas que no se amilanan si fracasan y continúan en pos de su destino porque saben aprender de sus errores hasta que encuentran la salida a su predicamento, la respuesta adecuada a las dificultades que enfrentan. En cierta forma, Verne es el primer escritor occidental que nos muestra, en sus tramas novelescas, que el verdadero hombre de acción es el hombre que piensa antes de actuar, el que tiene planes de contingencia ante todos los imprevistos, pues sabe que este mundo sólo el que se adapta a las circunstancias sobrevive, sólo el que reacciona a tiempo y con cordura obtiene la sabiduría para sobrevivir.
Al igual que Jonathan Swift, el autor de Los viajes de Gulliver, Verne buscó que la narración más que el ensayo llevaran el peso de sus historias. Fue un cronista, así, de los últimos descubrimientos científicos: sus novelas nos sirven hoy como almanaques de los sueños y pretensiones de la ciencia de su época. En ellas hay un lugar para hablar de la fauna y la flora de países lejanos, de técnicas novedosas de ingeniería, de fórmulas químicas revolucionarias, de experimentos científicos que pueden cambiar nuestra concepción del universo. En sus novelas, la tecnología acaba triunfando sobre la naturaleza: el ferrocarril domina a la tundra, el globo a la selva, el submarino al mar. La naturaleza produce admiración romántica en ocasiones, pero la visión de la misma es utilitaria: la naturaleza importa por lo que se puede obtener de ella, no por lo que es.
Y esto es siempre fundamental en la obra de Verne: sus protagonistas son, en su mayoría, científicos. Ya sean geólogos, ingenieros o naturalistas. Hombres que van en busca de conocimientos y siempre descubren más de lo que esperan. Pero sean el tipo de científicos que sean, los personajes de Verne son ante todo viajeros incansables. Son participantes exaltados de una era donde los transportes se multiplican y las comunicaciones están abarcando el mundo entero. Para ellos, toda empresa es posible, sólo es necesario una adecuada organización, recursos suficientes y especialmente la capacidad imaginativa que ofrece vencer todos los obstáculos que la realidad impone. El capitán Nemo de Veinte mil leguas de viaje submarino es un símbolo del hombre liberado gracias a la tecnología, un hombre cuyo poder radica en sus propias invenciones. Gracias a ellas puede enfrentarse al mundo entero. Como el doctor Frankenstein, Nemo es un moderno Prometeo, un hombre capaz de darle a la humanidad un fuego nuevo: el de una ciencia victoriosa y avasallante. Así el Nautilus, el submarino de Nemo, es una utopía tecnológica, utopía construida gracias al esfuerzo técnico y al progreso de la ciencia. Una utopía impecable de la que el capitán Nemo dice que la “ama como carne de mi carne”, es decir, como extensión de sí mismo.
Y es aquí donde Verne nos demuestra su maestría narrativa: lo que importa en sus historias no es la meta sino el viaje en sí. O mejor aún: su secuela. Si no logran sus personajes llegar a la luna, crear una base submarina permanente, o conocer completamente el centro de la tierra, no importa. Eso sólo significa que otros volverán a intentarlo, que el espíritu humano, a la vez heroico y progresista, sabio y romántico, nos llevaría a repetir la aventura hasta obtener la victoria, hasta llegar a donde ningún ser humano ha llegado. Para Verne, el horizonte del futuro es la nueva frontera a explorar, el nuevo reto a vencer. Por eso su literatura tiene, aún a dos siglos de distancia, tanto impacto entre los jóvenes: es una prueba de que no son las máquinas las que nos llevan más lejos y a mayor velocidad, son los científicos y técnicos que primero las soñaron y luego las hicieron posibles los que nos han permitido ir más allá de nuestros límites y conquistar lo inconquistable. Recuérdese que Verne vive una era en que todavía se le perdona todo a la ciencia, en que aún no se ven, de cuerpo entero, los monstruos que la razón produce.
En Verne, el progreso es la verdadera aventura, el auténtico viaje de la civilización contemporánea. La prosa de Verne no es ya literatura para niños sino que apela al espíritu juvenil, a los adolescentes que saben que el futuro es el mundo que les va a tocar vivir, el universo que ellos mismos han de construir. Por eso Verne no es un simple profeta tecnológico, un precursor más, sino un hombre de su tiempo, un educador de las nuevas generaciones, a las que les muestra el porvenir que esta ya a la vuelta de la esquina. Un romántico, sí, en su pasión por el progreso, pero también un realista, un escritor que exhibe informaciones de primera mano, datos precisos, conocimientos de frontera.
Gracias a él se pasó del fatalismo moral de que el futuro era sólo el escenario apocalíptico donde pagarían por sus culpas justos y pecadores a una visión esperanzada y esperanzadora, un mundo donde la voluntad vence al providencialismo, la razón a la superstición, la verdad a la ignorancia. El futuro como el espacio idóneo para vivir, padecer o disfrutar la gran aventura del cambio interminable, el gran viaje que nos saca de nuestras casas y nos pone a rodar por el mundo. Y la lección fundamental es saber que la realidad es un laboratorio experimental, que la vida es un continuo, raudo, imprevisible aprendizaje que no tiene final jamás, porque todo está por vivirse, por descubrirse, por probarse. Por eso, mientras haya futuro para la humanidad, la literatura de Julio Verne seguirá siendo leída, porque es, antes que novela de aventuras, de viajes o de anticipación, una obra viva, un espíritu en marcha, la curiosidad que no cesa de preguntarse: ¿qué hay más allá del horizonte?, ¿qué prodigios y calamidades verán nuestros hijos?, ¿cómo serán las otras vidas, los otros mundos, el tiempo que está por comenzar?

14 septiembre, 2005

Gabriel Zaid: bogar por aguas deliciosas

El poeta regiomontano Gabriel Zaid cumple setenta años en 2004. Lo importante aquí es contemplar cómo su poesía sigue siendo idéntica a sí misma: no una poesía que evoluciona y se transforma de acuerdo a cada época de su autor, sino una poesía que, desde un principio (de 1952 en adelante) es fiel a la vida y sus creaciones: pájaros, flores, árboles, mujeres, el paso del sol, el flujo de las aguas. Una poesía que respira y vuela, y es coito y resplandor, música de las esferas y algarabía callejera. Una poesía joven, tan joven como el primer día de la creación.

Si algo hace vibrar a la poesía zaidiana es que sus palabras son juegos verbales, volteretas de circo, malabarismos para hacer de la escritura una carcajada insólita, una tomadura de pelo, un conjuro carnal.

En Zaid no hay, en comparación a muchos otros poetas mexicanos de su generación (la que aparece a mediados del siglo XX), un deseo de escribir el gran poema o la búsqueda de una poesía visionaria, social, política, filosófica o neobarroca. Zaid es la pura transparencia, el mejor ejemplo de una poesía sin adjetivos, cuya única razón de ser es mostrarse desligada de todo ocultamiento, de toda artificiosa dificultad cognitiva.

En cierta forma, la poesía de don Gabriel es un test de Rórschach: sólo está ahí como un espejo de nuestras propias ilusiones, un catalizador que transforma nuestra manera de percibir el mundo con un simple parapdeo.

La poesía de Zaid es una especie de literatura fantástica: en ella ocurre lo inexplicable, lo maravilloso, lo sorprendente.

El problema existencial básico para don Gabriel es el libre albedrío. Esa terrible decisión entre la libertad rapaz y la efímera lucidez. La eternidad que rompe lanzas contra el tiempo en el torneo del díme quién soy, díme a dónde voy.

Poeta de carne y hueso, explorador citadino, domador de taxis, perseguidor de musas, auscultador de caderas, Gabriel Zaid es, como escritor, un hombre agradecido con el mundo por el solo hecho de andar de un lado a otro, de estar con vida, de tener tiempo para ser un cerdo feliz en la fiesta nocturna de las cosas que pasan.

Todos hemos aprendido algo del poeta Zaid: a cantar para uno mismo, a ver la realidad como un antojo, a no estar conformes con los exabruptos de la vida.

Poeta del norte, lo sabemos. Heredero de Alfonso Reyes en su poesía deslumbrada por los amplios horizontes. Sólo es necesario ver cómo el sol se abre paso gloriosamente, cómo despunta con fiero aullido en muchos de sus versos. Luz a cántaros, para compartirse sin remilgos ni consejas..

A veces creo que Gabriel Zaid es el último representante del estridentismo que nos queda: uno todavía capaz de sentir, como en su poema “Ipanema”, que la belleza emerge de las aguas como un automóvil reluciente, como un milagro industrial de innata belleza.

Poeta urbano, para quien la ciudad es fiesta embotellada, jaula donde cantan los pájaros del día, donde rugen “las líneas de alta tensión”y chifla el “piterío infernal” que entre todos, a diario, improvisamos.

Hay una felicidad original en Gabriel Zaid: no inocente, pero sí anterior a la idea civilizatoria que hace de la alegría un deber o, peor aún, un destino. La felicidad zaidiana consiste en una sonrisa ante las sorpresas del mundo, ante el ridículo de residir en el campo nudista de la sociedad contemporánea.

Cuando leo a Gabriel Zaid pienso no en un teórico del progreso improductivo sino en un poeta del detalle, en un cantor de los fantasmas que nos habitan sin asustarnos realmente; fantasmas que son gatos, que son cebras en el zoológico de su imaginación.

La poesía de Zaid es “barquilla pensativa...amarrada a la orilla del sueño”: un cuadro impresionista que en su levedad cromática contiene los escorzos de la condición humana, las imágenes de versos olvidados por la historia. Quietud enmascarando turbulencias.

La obra de Zaid tiene obvias vinculaciones con otros poetas del siglo XX: con José Gorostiza y sus Canciones para cantar en las barcas y con el Octavio Paz de Bajo tu clara sombra. Sencillez y maestría son elementos naturales de nuestro poeta, escritura sin estruendos pero tampoco dicha en voz baja. No un poeta de silenciosa paz o redentora luminosidad. En Zaid todo es materialidad, flujo, contraste. En la poesía de don Gabriel hay una risotada que rompe con los buenos modales y proclama un arte urinario pocas veces visto en la literatura nacional. Sus textos, que son prodigio fisiológico antes que inspiración divina, orinan a la vera del camino o frente a cualquier barda disponible, como una forma de devolverle al mundo un poco de su sustancia más viva y perentoria: un “largo orinar” que es como regalarle a la tierra las aguas deliciosas que la mente encierra: la fuente de la eterna juventud.

Desde sus primeros poemas, Gabriel Zaid declaró lo que la poesía era para él: un acatamiento a las leyes universales de la verdad y la hermosura; un rendir cuentas desde la veracidad y el equilibrio; un habla de ciudadano en pos de sus memorias más queridas e incandescentes; una mirada que nos ofrece, a través de “sus ojos límpidos”, la claridad del tiempo en fuga, la felicidad de amar y ser amado, “una vida que hubo, que hay,/ y cuyo paso/ nos hace compañía”.

Latigazos de luz que hacen de la poesía un oasis en medio de la oscuridad reinante: ese es el legado de don Gabriel: su capacidad de desatar la vida, de desatarnos.

“Esas íntimas palabras/ que entretejen el mundo” son la mejor lección para la poesía mexicana del siglo XXI: para escribir versos sólo se necesita lucidez y diafanidad, saber dar luz desde la perpleja armonía, desde “los manantiales del tiempo” donde todo crece dichosa, ininterrumpidamente.