Block de hojas amarillas: julio 2006

29 julio, 2006

The nasty boy of Mexicali



En una reseña de Berlín 77 (editorial Auñur, 1997) que hizo la poeta Adriana Sing (Yubai, enero-marzo 1998), se decía que su autor, Carlos Adolfo Gutiérrez Vidal (Mexicali, 1974), era “un escritor perdido en su propia pesadilla: un viaje fellinesco a los alrededores del modus vivendi de la clase media vista a través de los ojos de tres secuestradores tan inverosímiles como la realidad misma”. Y luego señala que Carlos Adolfo es “nuestro mexican saico, nuestro acercamiento a lo pervert, a la obsesión constante, repetida, de evidenciar nuestras miserias sociales y humanas”, un nasty boy mexicalense que navega por los “mares de la cultura pop y el reino del kitsch”.

A siete años de distancia de la primera publicación de Berlín 77, Gutiérrez Vidal publica esta novela corta junto con otras dos nouvelles ya conocidas: El cínife (1996) y Golden showers (Platero y yo) (1998), bajo el título de Berlín 77 (y otros relatos) (Colección de literatura, fondo editorial de Baja California, 2003), con lo que ahora, como relectores de esta tríada de farsas-tragicomedias-homenajes en tono de juego cómplice con el lector, podemos contemplar que su obra es, como lo expone Alejandro Espinoza en la cuarta de forros del libro, “una voz anómala dentro de la prosa bajacaliforniana’, lo que coincide con Sing, quien asegura que estamos ante “la parodia de nuestros día”, con su “fascinación por lo espeluznante”.

Sin embargo, discrepo de este análisis. Creo, con la distancia que da leer Berlín 77 en una realidad más ríspida, caótica y vulnerable que la de 1996-1998, que la narrativa de Carlos Adolfo no puede ser circunscrita a una obra radical por su temática escandalosa, por su violencia sexual y su amoralidad exhibicionista, que en la actualidad ha perdido mucho de su filo mediático y su morboso cinismo. En cambio, lo que hoy surge con mayor nitidez es la postura experimental de una escritura que apuesta por subvertir, a través de las teorías catastrofistas y los universos fractales, el juego mismo del lenguaje.

Es preciso aquí señalar que ciertamente la obra de Gutiérrez Vidal era una anomalía en la literatura bajacaliforniana de la segunda mitad de la década final del siglo XX, pues con las excepciones de Fran Ilich y Rafa Saavedra, es el único autor bajacaliforniano que había tomado la vida contemporánea y sus rituales de consumo y apareamiento para crear textos literarios que sampleaban tales modas y modos de vida con tal descaro. Pero Carlos Adolfo había ido más allá de relatar la vida de los jóvenes fronterizos en plena razzia y apañón (Ilich) o de hacer la crónica de los antros donde la música electrónica es vista como los diez mandamientos en la pista de baile (Saavedra). En sus tres novelas cortas, Gutiérrez Vidal le importa menos el tema que la forma de estructurar una narrativa fragmentaria que puede saltar en todas direcciones y volver sobre sí misma con tal de mantener ocupada la atención de sus lectores.

Para nuestro autor, perteneciente a una generación que se ha caracterizado por mantener una postura cool ante el medio cultural y que siente que el mundo necesita ser digitalizada para que funcione adecuadamente, la literatura sólo puede existir como simulacro de la realidad, como pastiche de otros textos a los que se canibaliza (ya sean las novelas de Kathy Acker o Platero y yo de Juan Ramón Jiménez) para regurgitarlos como nota roja, email, marca de fábrica, trastocamiento de los sentidos o examen de respuesta múltiple. Para Carlos Adolfo, toda narrativa es un “juego absurdo y vergonzoso” pero al que no logra sustraerse, un espectáculo “donde cada quien encuentra sus respuestas” sin necesidad de conocer las preguntas. Después de todo, como él mismo lo indica, “de niño odiaba a los fabulistas que todos llevamos dentro. All the children are insane. Beautiful friend”. Y Carlos Adolfo no quiere ser un fabulista sino la fábula misma, el cuento de nunca acabar. Un niño dual en su maliciosa inocencia que relata historias macabramente divertidas, confesionalmente ridículas, para ver a cuánta gente espanta, a cuántos lectores seduce con sus personajes atractivos y sus juegos peligrosos, con sus anzuelos de placer y sus relatos de adrenalina.

En cierto modo, Gutiérrez Vidal es un vendedor de emociones fuertes y vinos generosos, un dandi de la trama que juega a las escondidas con quienes se atreven a leerlo. Un nasty boy que oculta, detrás de sus escenarios ordinariamente freaks -¿O qué hay más freak que nuestra clase media y sus sueños de consumo y avaricia?-, la odiosa certidumbre de que la literatura sigue siendo la pregunta de abuelita con sonrisa de lobo: ¿Quieres que te lo cuente otra vez? Y Carlos Adolfo vuelve así a las andadas con Berlín 77( y otros relatos) y de nuevo se lanza contra los molinos de viento que su generación aborrece con inicua displicencia: las rutinas familiares, la modorra citadina, los trabajos tediosos y las existencias impecables. Ese conjunto de espejos que tan bien los definen y tan exactamente los reflejan como hijos de una era donde la muerte ha pasado a ser una noticia repetida hasta la saciedad y lo privado es un espacio en extinción. De ahí que Gutiérrez Vidal sea parte de una nueva literatura donde el escritor ya no busque la originalidad del modernismo ni la relatividad sin compromisos del posmodernismo y se contente con ser un bip en la pantalla de su computadora, un brillo de fondo entre la estática prevaleciente.

Podemos concluir que Carlos Adolfo Gutiérrez Vidal fue una anomalía de las letras bajacalifornianas de los años noventa del siglo pasado. Hoy que la literatura mexicana está hecha de anomalías sin cuento, vislumbramos el papel de heraldo que Carlos Adolfo jugó en el medio literario estatal y nacional. Un escritor proveniente del campo poético y de la poesía visual que saltó y asaltó a la narrativa mexicana con una mezcla divertida de hipertexto, pastiche, ensayo académico y guión cinematográfico. Un fabulador sólo interesado en el proceso mitopoyético de crear nuevas fábulas con viejos materiales de desecho. Un joven maestro de la prosa contemporánea que ha sabido crear monstruos increíblemente simpáticos, asesinos de niños con conciencia de clase, depredadores aquejados por un corazón de Cupido, sibaritas fronterizos a la Wal Mart, que representan las buenas costumbres de las mejores familias de nuestra sociedad de consumo. Al evitar cualquier consideración moralista, las novelas cortas de Gutiérrez Vidal son una experiencia virtual del costumbrismo actual, una lección de ingenio aristocrático en un mundo donde nothing like us ever was. De ahí su pertinencia creativa, su eficacia narrativa. El lirismo sorprendente que canta, sin inhibiciones, a la shopping way of life, a la idealización del deseo como antojo efímero, piratería a mansalva, zapping mental. Esa utopía del yo en expansión que no nace ni muere sino que infinitamente se vende y se compra, se oferta y demanda. Eterno retorno; reciclaje perpetuo; prosa que glosa la prosa.

Estéticas de los confines, perspectivas complementarias

Cada día van en aumento las publicaciones centradas en estudiar, en descifrar, desde las más diversas perspectivas, la frontera de México con los Estados Unidos. Se habla de cultura del desierto, de osos y puercoespines, de leyendas negras y globalización galopante, de tercera nación e hibridaciones creativas. Lo significativo es que muchos de los libros recientemente publicados tienen como puntos de interés las “expresiones narrativas, poéticas, pictóricas, musicales, cinematográficas” de esta zona del mundo. Allí están títulos tan interesantes como Globalization on the Line. Culture, Capital, and Citizenship at U.S. Borders (Palgrave, 2002), obra colectiva compilada por Claudia Sadowski-Smith y donde destaca el texto de Claire Fox, “Letters to the cultural industries: Border literature about mass media”, quien descubre en el discurso cinematográfico un eje esencial de la literatura fronteriza contemporánea, y Estéticas de los confines. Expresiones culturales en la frontera norte (Verdehalago-IMC, 2004), compilada por Javier Perucho. En este último caso, se rescatan fenómenos culturales y movimientos artísticos que están marcando nuevos rumbos en el arte contemporáneo nacional: desde Nortec hasta InSite, desde la narrativa policiaca fronteriza hasta el redescubrimiento de la frontera como realidad cinemática.

Javier Perucho, un autor con amplia trayectoria en el área de estudios culturales y, especialmente, en la literatura chicana, ha expuesto que “Estética de los confines, como empeño colectivo, es un proyecto que trata de exponer y explicar la poética que anima la escritura y las propuestas artísticas de los creadores que habitan en la órbita de la frontera México-estadounidense. Este proyecto contempla a mexicanos, chicanos y latinoamericanos que han hecho de los Estados Unidos su lugar de residencia y ámbito de trabajo por diversas razones”, creadores que han manifestado su arte “entre los resquicios de los cánones dominantes”.

En Estéticas aparecen desde textos sobre la dramaturgia en el norte de México (Hugo Salcedo) hasta el cine con temática fronteriza (Luis Tovar), pasando por la música norteña como fayuca sónica (Pacho), el arte en el borde (Giovanni Troconi), la narrativa fronteriza (Eduardo Antonio Parra), la poesía actual en el norte mexicano (Gabriel Trujillo Muñoz), el multiculturalismo (Armando González Torres), la literatura chicana (Javier Perucho) o el español como lengua migrante (Julio Ortega), entre muchos otros ensayos que constituyen este libro. Ya lo dice Gonzalo Badillo: “Estéticas de los confines es una obra que despierta el interés de los lectores” y, refiriéndose a los creadores fronterizos que en este libro se estudian, agrega:

Estoy de acuerdo con Giovanni Troconi cuando afirma que “el artista contemporáneo debe ser un pensador social, un activista cultural, un embajador independiente, y por encima de todo, un gran comunicador involucrado en los
grandes debates de la época”. Pensando en ello podría decirse que el artista goza del conocimiento de la historia, de la idea de perspectivas y tiene virtudes visionarias que lo colocan como protagonista de su propia historia.



Leyendo este obra colectiva uno advierte que los artistas fronterizos, ya sean poetas, pintores, novelistas, teatreros, cineastas o músicos, son creadores extremadamente conscientes de su propio entorno y que buscan dar a conocer las complejidades de tal orbe a través de obras creativas donde se amalgaman sueños y pesadillas, triunfos y derrotas, arraigos y desarraigos, puentes y trincheras, respondiendo así a una forma de vivir y concebir la frontera como enseñanza perpetua y aprendizaje permanente, como work in progress: límite que se desplaza hacia el futuro, siempre al alcance de lo real, de lo tangible, de lo contradictorio. Arte periférico en lucha contra las imposiciones conceptuales del centralismo artístico. Es decir: un arte y unos artistas que trabajan en las fronteras mismas de los distintos lenguajes estéticos, en la orilla de la creación donde todo está por hacerse, por imaginarse. Tal es la moraleja de un libro como el compilado por Javier Perucho, tal es su mayor aportación a los estudios culturales: definir un arte fronterizo desde el borde mismo de su cortante espejismo.

Alfonso Reyes y los hados del Norte

Rogelio Arenas, brillante investigador de la narrativa latinoamericana moderna, ha abierto un nuevo espacio en los estudios biográficos sobre la vida de Alfonso Reyes. Su libro Alfonso Reyes y los hados de febrero (UNAM-Dirección de Publicaciones-UABC, 2004) es una afortunada incursión en esa relación tan ambigua, tan llena de claroscuros, que fue la relación entre el joven Alfonso y su padre, el general Bernardo Reyes, militar y político, brazo ejecutor del porfiriato en el norte mexicano, eterno candidato a suceder a don Porfirio cuando éste decidiera renunciar al poder, reformista suspicaz de toda revolución, incluyendo la maderista, un hombre que, entre el exilio y la política partidista, prefirió tratar de obtener la gloria a la usanza decimonónica: con una carga de caballería frente a las armas de fuego automáticas, y que dejó, tras su muerte inútil, una enorme deuda por pagar en su hijo Alfonso: en memoria y dolor, en resignada comprensión de ese descalabro familiar que, en cierta manera, representaba el descalabro del país entero cayendo en la espiral sangrienta de la Revolución Mexicana.

En su libro, Rogelio Arenas se pregunta y nos pregunta: ¿Qué destino es el de un escritor que quiso ser primordialmente un intelectual y un literato antes que un hombre de acción en la arena política mexicana? ¿Cómo conciliar la vida de diplomático y hombre de mundo con eso que Paulette Patout llamara “la maldición de su propia casta”? De tales cuestionamientos parte nuestro autor para delinear el retrato existencial de Alfonso Reyes, su itinerario de pasiones en pugna en relación con don Bernardo y su deceso el 9 de febrero de 1913, al alzarse en armas contra el gobierno legítimo de Francisco I. Madero, presidente constitucional de México. Como lo puntualiza Rogelio: “la marca del padre y el recuerdo de los trágicos acontecimientos de su muerte acompañarían siempre al escritor” y le harán escribir algunas de sus más conocidas composiciones, como la Oración del 9 de febrero e Ifigenia cruel, pasando por poemas menos citados como Villa de Unión y un texto autobiográfico inédito de 1925 que Arenas rescata para los lectores actuales.

El tema de la investigación de Rogelio es “saber cuál es la forma desde la cual, a través de la literatura, Alfonso Reyes construye una imagen de su padre y cómo esa imagen termina por mostrar la urdimbre compleja del escritor y su obra”. Pero a pesar de tal complejidad, Arenas nos presenta una auténtica “biografía afectiva e intelectual de Alfonso Reyes” que gira alrededor de ese episodio catastrófico que fue para el joven Alfonso la muerte de su padre y el descrédito consiguiente que tuvo para la familia. Recuérdese que a partir de este suceso, Alfonso toma el camino del exilio voluntario rumbo a Europa y se convierte en el puente real entre Latinoamérica y la cultura europea, entre México, España y Francia, fungiendo como hombre de letras y representante cultural de la literatura y el arte de su tiempo.

Pero detrás de la serenidad reflexiva, de su prudencia anecdótica y de su pasión bien temperada, don Alfonso trató de ocultar al joven herido por aquella violenta orfandad, al hijo que muchos años después aún buscaría, con resabios de memoria, reconocerse en esa “historia de sangre”, sentir esas “ansias naturales” de hacer que su padre volviera a la vida, por medio de la palabra escrita, como el amigo y confidente que por tantos años había sido para él.

Por eso, lo valioso de Alfonso Reyes y los hados de febrero es que nos da una imagen humanizada de un hombre que parecía testimoniar el equilibrio clásico. Arenas, con este libro, nos devuelve a un Alfonso Reyes como un hombre de carne y hueso, como un hijo que ha contemplado la dispersión de la familia por los caminos del mundo y que ha aprendido a mirar el pasado como una lección del presente: nada queda en pie y sin embargo aún el eterno peregrino sabe que en su corazón todas las cosas que fueron permanecen amarradas a uno, que todos los seres queridos siguen vivos y actuando en nuestras conciencias mucho tiempo después de haber muerto. Nada está perdido si las palabras son la verdadera herencia que llevamos con nosotros, ese “aliento desprendido de aquellos huracanes”. Un mito donde se agolpan, como el propio don Alfonso lo dijera, “las fieras del recuerdo” en “el fondo del pecho”.

26 julio, 2006

Cuando yo sea grande quiero ser como Pedro González




Desde que descubrí las artes escénicas locales, en el IMSS de los años sesenta, me percaté que los actores eran unos seres humanos distintos al resto de los mortales: mientras veía transformarse a estas personas en piratas, aeromozas, astronautas o heroínas sin tacha, no tardé en ver que ellos y ellas necesitaban más de una personalidad para salir fuera del escenario y encarar las perplejidades del mundo tal como lo vivimos a diario, que les era necesaria una buena dosis de imaginación para sobrevivir a una sociedad fronteriza donde contaba lo real, lo material, lo negociable sobre lo teatral, lo maravilloso y lo extraordinario.

Ya en los años ochenta, en la Dirección de Extensión Universitaria de la UABC me topé con una nueva generación de teatreros que querían comerse el mundo con sus escenificaciones de ingenio y mordacidad viento en popa. Allí conocí a Ángel Norzagaray, Ramón Tamayo, Andrés García, Norma Bustamante, Antonio Castañeda y a ese capitán español que no necesitaba gritar para hacerse oír hasta el último rincón de cualquier sala de espectáculos. Me refiero a Pedro González, quien ya entonces usaba una barba blanca como estandarte y una sonrisa de rey mago a punto de repartir regalos a montón. En cuanto pude le pedí su ayuda para que hiciera el papel de Dios Padre en mi debut como videoasta en Rimbaud (1987), a lo que accedió sin pensarlo dos veces.

Con el tiempo todos ellos y decenas más de espadachines de la cultura escénica pusieron los cimientos del actual teatro bajacaliforniano, dando lustre y prestigio primero al Taller universitario de Teatro de la UABC y más tarde a la compañía Mexicali a secas, hoy reconocida internacionalmente como pilar del teatro que se hace y se proclama desde Mexicali, la capital de nuestra entidad.

Pedro González, pronto lo supe, no era sólo un actor de carácter sino también era un maestro querido a lo largo y ancho del territorio educativo estatal, un promotor de la lectura, de la crónica regional y de la difusión y divulgación de nuestro patrimonio histórico y artístico para bien de las jóvenes generaciones de las que ha sido mentor y guía.

Como buen mexicalense, Pedro aparecía en su bicicleta o a pie en todos los lugares donde era y es necesaria su presencia: en el Museo Universitario para guiar a los visitantes por las salas de nuestros pasado, en las escuelas primarias del valle de Mexicali deslumbrando con su charla a los mocosos, en conferencias sobre nuestros orígenes en la Secretaría de Educación Pública, en tianguis culturales y artísticos dándole sabor al caldo de la convivencia, siempre al pie del escenario en funciones teatrales por causas comunitarias, de un lado a otro de nuestra metrópoli en grabaciones de programas de radio o de televisión, en filmaciones de jóvenes creadores como personaje marginal de nuestro medio, en concursos literarios o teatrales como jurado jocoso e imparcial, en talleres en el Centro cultural Nana Chela ofreciendo la magia de sacar del sombrero de las palabras el conejo de las cosas insólitas, en navidad como un santo Clos que recorre los barrios con su presencia jubilosa, es decir, donde fuera un factor de peso para apoyar todo lo nuestro, todo lo que puede dar frutos de amor y conocimiento sobre nuestro entorno natural y sobre nuestras raíces históricas.

Era y es un profesor de energía que no tenía ni tiene freno, un entusiasta que nunca se rendía ni se rinde ante las adversidades u obstáculos. Era y es un ejemplo a seguir. Pero lo que más me sigue impresionando de Pedro González hasta ahora es su capacidad para contarnos el cuento de nunca acabar, la historia que es de todos, esto es, su empeño en ser la voz de toda nuestra comunidad. Y tal esfuerzo no puede quedarse en la experiencia testimonial de quienes hemos tenido el privilegio de escucharlo reviviendo con su voz portentosa los mitos indígenas de los cucapá, las leyendas urbanas de nuestros barrios y colonias, los relatos de nuestra identidad comunitaria, chicalense, fronteriza.

Por eso es un acierto que el Instituto de Cultura de Baja California, a través del Programa de Apoyo a las Culturas Municipales y Comunitarias, mejor conocido como Pacmyc, le haya otorgado una beca en 2004 para que Pedro grabara estos relatos con la sal y pimienta que caracterizan sus lecturas. Ahora, en 2006, sale al fin el producto terminado: un disco titulado Dicen que...Leyendas de Mexicali, que en 77 minutos narra algunas de las más conocidas historias de terror y aparecidos, de seres venidos de otros mundos, de pesadillas recurrentes que aquí, en nuestra ciudad y en nuestro valle, han tenido lugar según lo testimonia la voz comunitaria.

Pedro González es un hombre generoso, un profesor con una pedagogía humana, un promotor cultural que siempre ha sabido que para amar a la tierra donde uno es o donde uno ha elegido permanecer se necesita una historia que nos ligue a su vida, un relato que nos vincule a sus milagros y portentos. Tal es la función básica de este disco: servir de puerta de entrada al país del nunca jamás, al reino milenario de la fantasía, a la comarca de los afectos y los sustos que llamamos nuestro hogar, nuestra querencia.

Por eso digo que cuando yo sea grande quiero ser como Pedro González: un cuentacuentos que ha hecho casa en el mundo de la imaginación, un intérprete que ha creado escuela con su voz y sus relatos. Dicen que...Leyendas de Mexicali (Pacmyc, ICBC, 2006) comprueba que la historia apenas comienza en nuestro desierto, que lo maravilloso siempre tiene final feliz, que vivir en Mexicali requiere edificar, día con día, otra ciudad imaginaria pero construida a nuestra imagen y semejanza, una ciudad de alas gigantescas, vampiros urbanos, enfermeras asesinadas que piden aventón y mansiones embrujadas. Esa metrópoli habitada por aullidos y lamentos, por fantasmas y monstruos. Nuestra ciudad, donde todos somos una familia muy, pero muy normal. Y donde Pedro González es la voz de la tribu, el vocero de nuestros miedos más profundos y de nuestras fantasías más perdurables. Ese cuento de nunca acabar.

21 julio, 2006

Writing on the Edge: Las fronteras que Tom Miller cruzó

A fines de los años setenta del siglo xx, Tom Miller, un joven periodista estadounidense de origen mexicano, se le ocurrió prestar atención a la frontera entre México y los Estados Unidos. Como el buen viajero que siempre ha sido, recorrió nuestra frontera por ambas vertientes, la mexicana y la anglosajona, durante varias semanas Y un buen día se encontró haciendo jogging en el parque Hidalgo de Mexicali con el entonces gobernador del estado de Baja California, Roberto de la Madrid. “Fue un viaje alucinante”, me contaría en 2003, “aquel tipo era todo un personaje de jet set. En sus oficinas de gobierno me topé una vez con un anciano que apenas podía caminar y que un enfermero llevaba de la mano. Ese viejo frágil, agonizante, era el mismísimo John Wayne, que venía a despedirse de Roberto, uno de sus mejores amigos. Era su gira de despedida y allí estaban esos dos abrazándose como en un western. Esas cosas inexplicables sólo suceden en la frontera”.


El resultado de aquella travesía fronteriza fue el libro On the Border (1981), donde Tom Miller explora los claroscuros de una realidad más industrial que del viejo oeste, con ciudades florecientes y crisis interminables, pero en la que destacan los esfuerzos de los propios fronterizos por hacer de su tierra de nadie una comunidad para todos. On the Border fue la primera obra que marca un cambio de percepción de la frontera desde el punto de vista de nuestro vecino del norte. Todavía en Poso del mundo (1970) de Ovid Demaris, la frontera sólo era leyenda negra, es decir, escándalo, corrupción y vicios. Y las demás publicaciones que aparecían en las editoriales estadounidenses, como las de Erle Stanley Gardner, eran libros de viaje dedicados a señalar las maravillas naturales, casi vírgenes, de esta región del mundo. Miller, en cambio, hizo una radiografía de la frontera en ese momento y bajo las circunstancias más actuales para su época. La frontera, para Miller, eran un universo complejo, interactivo, en franca explosión creativa y productiva, una zona del mundo realmente fascinante por su dinamismo y capacidad de transformación. Su libro mostró el camino para indagar en lo fronterizo que otros autores, como Alan Weisman y Luis Alberto Urrea, llevarían a cabo años o décadas más tarde: como una ruta de comprensión y crítica que respondía a un conocimiento directo, íntimo y personal, de una zona del mundo donde se quedó a vivir y trabajar.


Veintitantos años después, Tom Miller vuelve a las andadas con un homenaje a la escritura fronteriza con su libro Writing on the Edge. A borderlands reader (the University of Arizona Press, 2003), una colección de gemas de la literatura fronteriza mexicana y americana por igual. Esta nueva obra cuenta con la presencia de autores extranjeros, nacionales y locales que suman más de 80 en su totalidad. Aquí se agrupan desde viajeros esporádicos pero que dejaron sus visiones de estas tierras fracturadas por la línea fronteriza, como Jack Kerouac, Graham Green, Allen Ginsberg, Vladimir Mayakovsky, Sam Shepard o William Carlos Williams, hasta autores de obras ubicadas en esta región de contrastes y paradojas, como Paco Ignacio Taibo II, Robert L. Jones, Joseph Wambaugh, Elena Poniatowska, Myriam Moscona, Maya Angelou, Carlos Fuentes o Martín Luis Guzmán, pasando por escritores que viven y escriben desde el corazón mismo de la frontera como Miguel Méndez, Américo Paredes, Ricardo Aguilar Melantzon, Miguel de Anda Jacobsen, Charles Bowden y Gabriel Trujillo Muñoz, entre muchos otros.

Desde la perspectiva de Tom Miller, cada autor enriquece, con su propio punto de vista, con sus juicios y prejuicios, la frontera que, gracias a este libro, se vuelve todo un caleidoscopio para disfrutar en sus contrapuestas visiones y contradicciones. Al escoger a escritores tan distintos entre sí ha logrado una combinación que dinamiza la frontera y nos ayuda a verla como una comunidad en movimiento, como un organismo vivo que aparece con sus intactas realidades, ya sean estas anhelos de progreso, obstáculos a vencer u oportunidades para acceder a una nueva vida o a una muerte injusta. La frontera como un arma de dos filos, como trinchera y trampolín, como tumba y paraíso a la vez. Miller lo confirma en su introducción:


La frontera pertenece a todos y todos podemos aprender mucho de la perspectiva de sus visitantes como ellos pueden hacerlo del punto de vista de los que aquí hemos crecido… Los escritores que se han aproximado a la frontera desde el norte tienen un sentido olfatorio muy distinto de aquellos que la contemplan desde el sur. Lo mejor de ambos grupos es el conocimiento que se trasluce en sus textos, las palabras de ambos países que se mezclan en una tierra que, a nivel literario, es de todos… Para unos, la frontera es el mundo en sí mismo mientras que para otros es sólo un alto en el camino.

Para Tom Miller, Writing on the Edge es una cápsula del tiempo para abrirse en el futuro, una biblioteca itinerante cuyos materiales seleccionados fueron obra tanto de su propia indagación como “de las sugerencias de escritores, editores y académicos a ambos lados de la línea fronteriza en el siglo xx”. Y al leer esta recopilación uno concuerda con Miller. En comparación de una antología cercana en tiempo y propósito, Puro Border (cincopuntos press, 2003) de Bobby Byrd y Luis Humberto Crosthwaite, donde la frontera a la que mayoritariamente se atiende es la de El Paso/Ciudad Juárez y pocos son los autores realmente fronterizos, en Writing on the Edge hay un verdadero equilibrio entre autores fronterizos de ambos lados, e igual sucede entre autores residentes y ajenos. Hay, en la obra de Miller, un diálogo continuo y una reunión de voces que se sinergizan entre sí, creando un mural donde la vida fronteriza es contemplada, criticada, y disfrutada de múltiples maneras. No hay pues, una sola imagen que abarque a una frontera que va desde Texas/Tamaulipas hasta California/Baja California. Diversidad y energía son las aristas que conforman estos relatos, poemas, diarios de viaje o crónicas de vida. Un conjunto que va más allá de las explicaciones académicas y penetra al laberinto de una zona peculiar de la percepción donde múltiples culturas se amalgaman y se mezclan para producir las doradas manzanas de un paraíso herido más desafiante, de una colectividad en pleno crecimiento y evolución. Miller al habla:

Burócratas y políticos definen la frontera como diez estados americanos y mexicanos reconciliados de por vida como vecinos eternos. Una región que engloba ciudades como Monterrey y Albuquerque, San Antonio y Chihuahua, pero cuanto más abarca el concepto de frontera, más diluída ésta se vuelve. Yo soy un estricto constructivista cuando defino la literatura fronteriza. Para mí, cada texto aquí incluido debe abarcar a lo más esa tierra de dos mil millas de largo y veinte millas de ancho. La frontera en sí misma debe jugar un papel en la trama, provocando en el lector iluminación o revelación.
Los textos que Miller ha reunido en Writing on the Edge deben ser exploraciones de la vida fronteriza, testimonios de un orbe que sirve de espejo fulgurante para toda clase de utopías y reclamos, de fobias y obsesiones a ambos lados de la aduana. Y al ingresar a estos mundos poéticos, narrativos o periodísticos, lo que cuenta es descubrir la gama de posibilidades tan extremas que hay para contar/cantar la frontera, por eso lo mismo aparecen poemas de vanguardia y textos radicales en su estructura que canciones folklóricas y corridos de contrabando y traición. Lo culto y lo popular, lo vivencial y lo intelectual, lo descriptivo y lo reflexivo, lo comunitario y lo personal aquí se yuxtaponen como en un swap meet para todos los gustos y necesidades.

Desde el proyecto de Binational Press, coordinado por la Universidad Estatal de San Diego y la Universidad Autónoma de Baja California entre 1988 y 1996, no se había dado una obra panorámica binacional que tuviera los pies puestos en la propia frontera México-Estados Unidos. Miller, que radica en Tucson, Arizona, no apostó, como Bobby Byrd y Luis Humberto Corsthwaite, en un pequeño número de autores para reivindicar la frontera como tema básico de la literatura universal contemporánea. Su compendio es un mapa de rutas a seguir, de escrituras a explorar. Una vision inédita de la frontera, con sus misterios y paradojas, salta a la vista y nos sorprende por su diversidad textual, por su riqueza imaginativa.

Tom Miller ha tomado la vida fronteriza como un microcosmos y nos ha propuesto contemplarlo no como lugar común de maquiladoras y migración, sino como un orbe que ha seducido a innumerables artistas y escritores con sus desiertos, pueblos y habitantes, creando así un corpus literario donde la frontera es una twilight zone de la conciencia humana, un territorio geográfico, conceptual, simbólico y lingüístico donde convergen fuerzas sociales, procesos económicos y grupos humanos de distintas etnias y culturas, que multiplican la resonancia de vivir al borde de una cultura, en la orilla misma de la otredad. Por eso, quienes escriben desde y de la vida fronteriza toman de esta vida su tono punzante, su originalidad mordaz e inexpugnable, su precaria, efímera hermosura. El resultado es un libro que nos lleva, cruzando realidades multifacéticas, hacia otras vidas, hacia destinos por demás interesantes.

Writing on the Edge ya es el libro de consulta imprescindible para la cultura fronteriza, para una literatura que ha apostado contra el centralismo y a favor de lo periférico, lo excéntrico, lo novedoso. Con esta reunión de textos, que es un tesoro de incalculable valor para los lectores de todas partes del mundo, ya no se podrá ningunear a la creación literaria nacida en esta región que México y Estados Unidos comparten, pero que es más que la suma de ambos países. Porque ser escritor hoy en día, como este libro lo demuestra, es ser fronterizo por derecho de calidad, por hábito de diferencia. Ese universo donde caben por igual Gerónimo y Malverde, los poetas beat y John Wayne, el cerro de púas y los espejismos del desierto. Un lugar, como lo expone Jack Kerouac al hablar de Mexicali, donde el gusto por la vida se presenta como un “vientre de fertilidad exuberante”, como “una deliciosa sopa de garbanzo con pedazos de cabeza y cebolla cruda”.

20 julio, 2006

Across the Line with Mark and Harry

Ya era hora de que se observara a la literatura bajacaliforniana desde el otro lado del alambre. Ya era tiempo de que no fueran los propios escritores bajacalifornianos los que tuvieran que comentar la obra de creación de sus colegas. Ya es un buen momento –el inicio de un nuevo siglo, de un nuevo milenio– para hacer tabla rasa de nuestro pasado, mediato e inmediato, en términos literarios. Baja California se ha distinguido por mantener, durante varias generaciones, el impulso poético: pienso en Ricardo Covarrubias en 1918, en Facundo Bernal en 1923, en Peritus en 1936, en Fernando Sánchez Mayáns en 1946, en Jesús Sansón Flores en 1956, en Horacio Enrique Nansen en 1962, en Miguel de Anda Jacobsen en 1965, en Rubén Vizcaíno Valencia en 1971, en Valdemar Jiménez Solís en 1973 y en los siete poetas (entonces) jóvenes de Tijuana en 1974. De ahí en adelante todo es avalancha: la poesía como el batallón de asalto de la nueva literatura bajacaliforniana de las últimas décadas.

Nuestros escritores intentaron ordenar el caos de esa masa ingente de versos medidos, blancos y libres: Gabriel Trujillo Muñoz en 1985 y en 1992 lo intentó con Parvada y Un camino de hallazgos respectivamente, Luis Cortés Bargalló hizo lo suyo con Piedra de serpiente en 1993 y Jorge Ortega dilucidó el paisaje poético de nuestra entidad en su libro de ensayos Fronteras de sal en 2000. La limitación aquí, sin embargo, era evidente: estos autores, eran juez y parte, pertenecían al núcleo generador de la poesía bajacaliforniana e intentaban, a la vez, comprender los movimientos y tendencias que le daban impulso e identidad a la creación poética en que ellos mismos estaban inmersos. De esa contradicción nacieron esas antologías y ensayos prospectivos. El panorama que mostraba era de una explosión demográfica, el de un rostro diverso en búsquedas y resultados. Catálogos que incluían lo mismo lo tradicional que lo experimental, lo regionalista y lo cosmopolita. Un vocerío que llevaba al lector a disfrutar las distintas voces reunidas pero que no ofrecía una explicación plausible a tan gozoso caos verbal.

Luego pasó toda una década y aunque aparecieron decenas de textos críticos y ensayos, no volvió a darse a conocer una antología global, una que expusiera el sendero de la poesía bajacaliforniana de nuestro tiempo (es decir: de fines del siglo XIX en adelante). Pero nadie pensó en que al otro lado de la línea internacional, en el puerto de San Diego, California, un poeta estadounidense estaba mirando hacia el sur de la frontera y no necesariamente concentrado en la avenida Revolución de Tijuana. Lo bueno fue que este poeta, cuyo nombre es Mark Weiss, comenzó a leer a los poetas bajacalifornianos, a sus vecinos nada distantes, y se dio cuenta que en el circuito artístico y cultural del sur de California nadie pensaba que había escritores en la frontera norte de México (toreros y narcos, sí, pero poetas y, además poetas contemporáneos en su actitud y escritura, nunca jamás).

Mark tuvo la suerte de compartir sus inquietudes con otro escritor estadounidense que conoce de primera mano la vida cultural de Baja California, el narrador, poeta y editor Harry Polkinhorn. Juntos –no sabemos si con un par de tequilas de por medio o a través de internet– se pusieron de acuerdo en hacer una antología de la poesía bajacaliforniana con el noble propósito de invitar a los lectores de ambos lados de la línea fronteriza a darse cuenta que en la periferia de ambos países está surgiendo una fuerza colectiva escritural que no necesita del reconocimiento centralista para desarrollarse y evolucionar por sí misma: la poesía de Baja California y sus autores como heraldos de una explosiva mezcla creativa que no rinde pleitesía más que a su propia creación. Una obra que nace de las circunstancias mismas de ser habitantes fronterizos en un mundo que se transforma incesantemente: Pero Weiss y Polkinhorn han entendido a la perfección el dilema en que se debaten los escritores mexicanos de la frontera norte que, en la propia academia estadounidense, desaparecen de vista al pretender que la literatura “México-americana” sólo está representada por la literatura chicana y donde lo fronterizo real es ubicado fuera del foco de atención de sus departamentos de estudios culturales. Por eso ambos antologadores señalan, claramente, su interés por hacer visible a una literatura que todos pasan por alto por razones más ópticas que literarias:

They live, literally, in a liminal space –a treshold, a border. Here even the native-born experience themselves as exiles, because place exists in the dimension of time as well, and change through time has been so rapid and so extreme that the remembered place appears to have moved from beneath them. All of this enacted as if in an existencial landscape, against the background of the great unpeopled in hospitable territory beyond the cities.

Bajacalifornians remains orphans of sorts, caught between and on the edge of the two power centers that determine their fates and that tend to render them invisible. Our goal when we began this anthology was to make them visible.



Across the Line. Al otro lado. The poetry of Baja California (Junction Press, 2002) es el título de la antología y sus resultados realmente sorprende a propios y extraños: una presentación de Weiss y Polkinhorn nos muestra primero la visión que los estadounidenses tienen de Baja California y luego voltea la tortilla y explica, especialmente al lector neófito que sólo ve nuestra península como una larga playa surfera o un fin de semana desmadroso, que en estas tierras la literatura ha levantado sus propias mitologías y que el arte de la poesía viene desde los primeros indígenas, pasa por los corridos populares y muestra alguna de sus joyas en la obra de 57 poetas que representan a toda la península (incluye a poetas de Baja California y Baja California Sur) y que van de Rubén Vizcaíno Valencia (1918) a Juan Reyna (1980). Una visión por momentos sociológica nos revela un nuevo panorama de nuestras letras que se distancia de las antologías locales (en Baja California las de Trujillo y Bargalló, en la parte sur la de Raúl Antonio Cota) y nos otorga un reordenamiento visual y conceptual donde prevalece la escritura al margen (o a contracorriente de los gustos prevalecientes) sobre las poéticas más tradicionales. Lo temático adquiere mayor envergadura y los contenidos más estimulantes le ganan la partida al decoro verbal y a las buenas costumbres literarias, sin que éstas últimas desaparezcan del todo. Así Baja California aparece de verso entero, de cuerpo entero, como lo expone Homero Aridjis en la contraportada del libro:

If you can’t make it across the border, Across the Line/Al otro lado is the next best thing to a trip to México’s Baja California. The astonishing range of fifty-three poetic voices, traditional native chants and popular corridos which are generously presented in bilingual format is rooted in a time and place that is both timeless and in constant flux. The poems are by turns full of yearning, lyric, exultant, pungent, mournful, fast-paced as the streets of Tijuana or slow as a cactus growing beyond the dunes. Baja California are a population on the move, alive to change, living on the edge, and the poetry in this lovingly-translated anthology conveys the feel of gritty towns and cities, burning deserts, lonely mountains, a huge sky still crowded with stars, the wind blowing in off the Pacific or the Sea of Cortes, the nearness of gray whales and pelicans, the uncertainties of isolation, the jittery rhythms of urban life, the United States forever looming on the other side of the border. And I am happy to say that these poets value the beauty and importance of Baja California’a unique and fragile ecosystems; in Baja California moonlight still matters.


Across the Line es, además, un regalo doble: como el libro bilingüe que es (con textos en inglés y en español) tiene el propósito de que la literatura de nuestra entidad obtenga nuevos lectores más allá del espacio local y se abra paso a zonas artísticas y académicas de la cultura anglosajona tanto como de la hispanoamericana. Es, como se ve, un obsequio original que Mark Weiss y Harry Polkinhorn le han dado a la poesía de nuestra península. Es un nuevo anuncio (el número especial de la revista Reader de San Diego sobre poetas de Tijuana, publicado en 1999 sería el primer aviso) de que la cultura bajacaliforniana empieza a resonar más allá de sus propias fronteras. Pensemos en el movimiento Nortec de música electrónica, en el Festival internacional Baja Prog, y en el encuentro entre fronteras de danza contemporánea de Mexicali, en el InSite y la sala de estandartes del CECUT o en la Orquesta de Baja California con su disco Tango mata danzón nominado a un grammy en 2001 y tendremos un panorama más completo de este nuevo protagonismo extramuros. Y ahora, gracias a Mark y Harry, le toca a la literatura de nuestra entidad. Con Across the Line hemos cruzado el río Jordán y los poetas peninsulares hemos tocado la otra orilla del lenguaje: donde nuestros versos se han vuelto la clave para acceder a un diálogo cultural más amplio y profundo, like a bridge over trouble waters. Like a land without boundaries.

18 julio, 2006

Tijuana la horrible: ciudad real, metrópoli imaginaria

Gabriel Trujillo Muñoz

¿Qué tiene de horrible Tijuana? En realidad sólo su leyenda negra. Pero, ¿qué es una leyenda negra sino un acto de propaganda negativa, un yo acuso desde la indignación moral o la miopía ideológica que provoca una reacción contraria a su propósito: llamar la atención sobre una conducta, personaje o situación supuestamente deplorable. En síntesis, Tijuana es un triunfo de la mercadotecnia que vende como producto la aventura del placer, el acelere total, la permisividad sin límites; un ejemplo exitoso de que con mala propaganda se atrae más turismo, se crean más empresas, prospera una ciudad a la que no le importa su mala fama sino las ganancias obtenidas bajo la sombra del mito. Una metrópoli que es la suma de sus vicios antes que la suma de sus virtudes. Un imaginario colectivo al servicio de propagandistas y censores de todo tipo: desde Ovid Demaris hasta Rubén Vizcaíno Valencia, desde Fernando Jordán hasta José Revueltas, desde Hernán de la Roca hasta Joseph Wambaugh.

Humberto Félix Berumen ha escrito, en Tijuana la horrible. Entre la historia y el mito (¡Vaya título pleonásmico!), tanto un homenaje al libro del peruano Sebastián Salazar Bondy, Lima la horrible, como una obra maestra de la crítica cultural contemporánea, un examen riguroso de cómo ha ido evolucionando Tijuana como mito cultural, como escándalo urbano. Este libro ha sido una manda cívica, supongo, un deber civil para con la ciudad de la que ahora Humberto es uno de sus cronistas oficiales. Pero Félix Berumen no ha pretendido defender a Tijuana de sus detractores sino explicar cómo, bajo qué mecanismo y ante cuáles circunstancias, una leyenda negra se crea, toma forma, se expande por el mundo y se mantiene en el ánimo público generación tras generación.

Aquí no puede dejarse de mencionar que el mito de Tijuana viene de la época de la ley seca de nuestros vecinos del norte, la famosa prohibición del alcohol que, entre 1919 y 1933, le dio a muchas ciudades fronterizas mexicanas, la fama de urbes licenciosas y perdidas, llenas de tahúres y prostitutas, de bebedores y drogadictos. Si a esto se suma, ya en la época actual, que Tijuana, lo mismo que Ciudad Juárez, ocupa un sitio peculiar en el imaginario nacional como sede de carteles de narcotraficantes y como territorio privilegiado de la violencia fronteriza, el retrato de esta ciudad bajacaliforniana adquiere categoría de leyenda negra a la altura de Shangai, Marsella o Ámsterdam. Pero una leyenda negra no es una crónica de lo real sino un relato multitudinario, donde la imaginación en colectivo sueña, avizora, describe y juzga a una metáfora mayor –en sus vicios y perdiciones, en sus encantos equívocos y en su libertad festiva- que la ciudad misma que está a la vista de todos.

Siguiendo a Edward W. Said en su obra clásica, Orientalismo, Humberto Félix Berumen nos hace ver que las metrópolis fronterizas, donde quiera que estén y en la época en que existan, han sido vistas por cronistas y viajeros como ciudades de paso para la humanidad entera, como espacios permisivos donde se permite lo mismo lo normal que lo perverso, como mercados abiertos, donde las lealtades siempre están en venta y todas las mercancías, legales e ilegales, se hallan a disposición del mejor postor. Urbes desvergonzadas – en eso comparten la fama con los puertos- que sólo viven para el comercio y el placer, y en donde siempre hay alguien marchándose y alguien arribando sin más fortuna que su ambición, sin más destino que escapar de la justicia. Sin embargo, el que Tijuana se haya convertido en un símbolo mundial de la ciudad perdida indica que en ella se ha concentrado la atención de novelistas, cineastas, turistas, periodistas, fotógrafos y académicos que, en su esplendorosa algarabía, han podido encontrar un infierno a la altura de sus propias apetencias y deseos, una mancha Rorschach de sus demonios interiores, nunca del todo satisfechos.

Humberto Félix Berumen pasó años y años reuniendo el material, tan rico y variado, que constituye un retrato seductor de un mito que sigue vivito y prosperando, lo que hace de Tijuana la horrible (COLEF-Librería El Día,2003) una suma de voces contrastantes, de perspectivas novedosas al momento de asumir el fenómeno de Tijuana como una construcción cultural realmente original, como una leyenda negra históricamente constituida gracias a los medios masivos de comunicación. Una leyenda que cuenta con muchos padres putativos, pues esta ciudad tiene la virtud de atraer la atención tanto de los que sueñan caminar por la avenida Revolución, bailar con ficheras en la zona norte, tomarse un tequila entre cebras falsas y creer que todo eso es el auténtico México, como de los que le sacan la vuelta a semejante perdición, temerosos de que esa imagen turbulenta y depravada sea cierta y termine devorándolos para siempre.

Lo cierto es que Tijuana es uno de nuestros mejores monstruos de importación, una villana al servicio del morbo y la maledicencia, el primer big-brother cultural que abarca una ciudad entera. Humberto nos la presenta como un rompecabezas donde cada escritor o periodista ha puesto una pieza esencial para levantar el mural colectivo de la infame, horripilante, caótica, viciosa, impúdica, irredenta Sodoma de nuestros días. Sí, de Tijuana la puta, la drogadicta, la saica, la contagiosa, la enferma, la narca, la migrante, la pocha, la contrabandista, la pollera, la neoliberal, la flor de la maquila. Esa imagen universal de todo lo malo que existe en el mundo. Ese símbolo del futuro que a todos nos espera.

Hay que sonreír al leer este libro, al entrar a un infierno tan divertido como este. Semejante ciudad, visible para propios y extraños, ahora cuenta con un libro que la venera con su crítica, que la adora con la honesta valoración de su leyenda. Humberto nos ha dado una obra clave para comprender sin eufemismos, sin complacencias, que no se necesita ningún justo para salvar a Sodoma de Dios el represor, que con sólo quedarse a vivir en ella bajo la lluvia de fuego, con sólo sentirse orgullosos de ser parte suya, es suficiente para salvarla de la ira de los prejuiciosos y los hipócritas. De eso trata Tijuana la horrible, de asumir como propia la leyenda negra, de unir con precisión y sin retórica, la verdad y la mentira, el mito y la historia, Tijuana la real y Tijuana la horrible. O como dijera William B. Yeats: “Todo demonio es un dios invertido, porque todas las cosas están conectadas. Y un promotor del caos es el mejor servidor del orden mismo”. Este libro, con su ordenado discurso busca atrapar a su otro yo: ese diablo ciudad que nunca duerme, que nunca se está en paz. Al leerlo uno le vienen a la memoria las palabras del escritor Alfred Bester en su libro Las estrellas mi destino:

Era una edad de oro,
De vidas frenéticas y muertes violentas,
Pero nadie pensaba en ello;
Era un tiempo de pillaje y rapiña,
De robos y fortunas,
Pero nadie lo admitía;
Era una edad de monstruos:
Maravillosamente malévolos, grotescamente maravillosos.